09 agosto 2012

Capítulo Ocho (I)

[Tenéis razón, un capítulo no acaba hasta que empieza otro. Pues aquí va. Voy a alejarme un poco de los payasos, que me dan miedo. Menos mal que Eowyn nos ha dejado con un buen final...]
Los túneles apestaban a humedad, a podrido, a inmundicia y a todas aquellas indeseables cosas que todo ser humano tiraba por el retrete en una ciudad como aquella. Álvaro tuvo que taparse la nariz y la boca con la parte interna del codo, y aún así sintió unas náuseas terribles. A Amelia en cambio no pareció importarle, ni siquiera una muesca de asco asomó por su inexpresivo y duro rostro. A Álvaro se le hacía extraño verla sin su gabardina, pero ahora vestía de negro. Botas de caña alta, pantalones de campaña, chaqueta operativa y una pequeña mochila. Álvaro vestía de calle, como siempre, como un simple humano. Instantes antes de entrar allí no sabía a dónde iban, y maldijo en silencio a la investigadora por no avisarle. La maldijo casi al mismo tiempo que sus zapatos se llenaron de una sustancia viscosa, negra, que nadie en su sano juicio se habría atrevido a oler. Ella le miró de reojo.
— ¿Te parece normal bajar a las alcantarillas con esa ropa? —le preguntó con frialdad.
Y entonces Álvaro supo que ella se estaba vengando por todas sus mentiras. Sabía que las pagaría caras. Al fin y al cabo, ella era la serpiente. El arma secreta contra su propia raza.

Capítulo Ocho

Guía de colores:
David Loren Bielsa
Silvano
Xmariachi
MikeBSO
Eowyn


[Tenéis razón, un capítulo no acaba hasta que empieza otro. Pues aquí va. Voy a alejarme un poco de los payasos, que me dan miedo. Menos mal que Eowyn nos ha dejado con un buen final...]
Los túneles apestaban a humedad, a podrido, a inmundicia y a todas aquellas indeseables cosas que todo ser humano tiraba por el retrete en una ciudad como aquella. Álvaro tuvo que taparse la nariz y la boca con la parte interna del codo, y aún así sintió unas náuseas terribles. A Amelia en cambio no pareció importarle, ni siquiera una muesca de asco asomó por su inexpresivo y duro rostro. A Álvaro se le hacía extraño verla sin su gabardina, pero ahora vestía de negro. Botas de caña alta, pantalones de campaña, chaqueta operativa y una pequeña mochila. Álvaro vestía de calle, como siempre, como un simple humano. Instantes antes de entrar allí no sabía a dónde iban, y maldijo en silencio a la investigadora por no avisarle. La maldijo casi al mismo tiempo que sus zapatos se llenaron de una sustancia viscosa, negra, que nadie en su sano juicio se habría atrevido a oler. Ella le miró de reojo.
— ¿Te parece normal bajar a las alcantarillas con esa ropa? —le preguntó con frialdad.
Y entonces Álvaro supo que ella se estaba vengando por todas sus mentiras. Sabía que las pagaría caras. Al fin y al cabo, ella era la serpiente. El arma secreta contra su propia raza.
— ¿Quieres decir que no te has perdido? —preguntó Álvaro.
— No.
El tono de la respuesta era poco amigable, pero se arriesgó a seguir preguntando.
— ¿Estás segura? Esa rata muerta me suena; o nos está siguiendo o ya hemos pasado antes por aquí.
— Cállate.
Amelia paró tan en seco que chocó con ella y salió rebotado hacia atrás. Por poco no perdió el equilibrio.
— ¡Eh! No es para ponerse así, yo solo mbhfgl... —Antes de acabar la frase Amelia se había girado a una velocidad asombrosa, le había tapado la boca y lo había atrapado contra la pared.
— No hagas ningún ruido —le susurró al oído—, creo que no estamos solos.
Álvaro agudizó el oído, pero solo conseguía oír sus propios latidos, acelerados por la proximidad de Amelia. El olor a menta que ella desprendía le mareaba y le excitaba al mismo tiempo, y ninguna de las dos cosas le convenían en ese momento. Hizo un gesto afirmativo con la cabeza indicando que iba a mantener el silencio, pero ella no retiró la mano ni se apartó de él.
Se le estaba haciendo eterno cuando oyó un chapoteo que procedía de la última intersección por la que habían pasado. Se llevó la mano al arma, pero no le dio tiempo a desenfundar. Justo antes de oírse el primer disparo Amelia lo empujó hacia el suelo al tiempo que se lanzaba contra la pared contraria, desenfundaba y disparaba contra la intersección. Álvaro no pudo hacer más que sacar la cabeza de las aguas residuales, escupir lo que fuera que le hubiera entrado en la boca y contemplar atónito la escena.
[Vaya, Mike, me congratula saber que no soy la única que tiene ideas inconexas... y amigos imaginarios].
Dos seres con forma de lagarto habían aparecido como de la nada y se aproximaban hacia ellos, sin importarles lo más mínimo las balas que salían del arma de Amelia ni el arrojo que la mujer siempre mostraba cada vez que la acorralaban.
— ¡Atrás!
La voz de Amelia resonó como un eco en los hediondos túneles, pero los Ursakis se miraron entre ellos y sonrieron con ironía.
— Tranquila... solo estamos interesados en el traidor.
Álvaro se puso torpemente en pie con el pelo lleno de inmundicias y tiró a Amelia de la manga.
— Creo que... deberíamos... correr.
Amelia retiró el brazo para deshacerse de la mano de Álvaro, volvió a apuntar y disparó. Juraría que algo había impactado cerca del hombro de uno de los lagartos, pero ni siquiera se había inmutado. "Mierda", pensó. Los habían descubierto demasiado pronto. Ahora jamás volvería a encontrar la entrada que había descubierto meses atrás. Comenzó a retroceder.
— No tenéis salida —les advirtió uno de los Ursaki—. Los demás ya han sido avisados.
Álvaro miró nerviosamente hacia atrás. La vía estaba libre... siempre que se dieran prisa. Estaba harto de que Amelia pensara que era un cobarde, pero había veces que la única solución era huir.

Continuará...

Capítulo Siete (XII)

El intruso alargó su mano y comprobó el pulso de Gonzalo palpando con sus dedos índice y corazón la piel del cuello. Hizo un gesto de repugnancia al notar el tacto frío del viejo. Luego, levantó con cuidado sus párpados y comprobó que las pupilas estaban bien dilatadas, un gran círculo negro en el centro de sus ojos que le daban un aspecto... extraño.
Después, con parsimonia, abrió el maletín que había dejado encima de la mesa. Sacó la pistola de inyección y la dejó lista para ser cargada. Se puso unos guantes de látex y observó los viales dispuestos ordenadamente en la espuma gris que forraba el interior del maletín. Había un hueco vacío. Álvaro se había olvidado mencionar este detalle... trataría de sacarle la verdad a golpes la próxima vez que le viera. Mientras tanto, no importaba. Al menos tenía lo que quería. Los viales estaban marcados con unas letras que parecían hebreas o tal vez griegas... y el color del líquido que contenían era distinto en cada uno. Cogió el que estaba más a la derecha, de color púrpura, lo agitó, lo miró al trasluz, y lo colocó boca abajo en la pistola. Localizó el punto que le interesaba en el cuello de Gonzalo y apoyó con fuerza el cañón. Sabía que iba a ser doloroso. Muy doloroso. Por eso había tenido que sedarle... bueno, por eso, y porque jamás le habría permitido acercarse a él con un arma en la mano, aunque no fuera letal.
El cuerpo de Gonzalo dio un salto cuando apretó el gatillo. Se aseguró de que toda la dosis entrase sin problemas, retiró el vial vacío y devolvió la pistola a su sitio. Augusto se permitió a sí mismo sonreír por primera vez. La primera parte de su misión estaba cumplida.
[Me encanta cuando todas las piezas encajan (vale, casi todas)... Ni que lo hubieras hecho a posta, Mike.]

Capítulo Siete (XI)

[El capítulo no acaba hasta que no empieza otro :P]
De repente, notó cómo la habitación empezaba a inclinarse hacia la derecha. Instintivamente se agarró a su escritorio, pero este parecía estar de acuerdo con el resto de su despacho y también se inclinaba hacia el mismo lado. La vista se le comenzó a nublar, pero aún le dio tiempo a enfocar su vaso de whisky, medio lleno (la esperanza es lo último que se pierde). Maldijo su error de novato mientras caía, pero las palabras no llegaron a salir de su boca. Finalmente su cabeza golpeó el suelo, pero ya no lo sintió (aunque le iba a quedar un buen chichón).
De haber estado consciente habría visto abrirse la puerta, lentamente, y cómo alguien entraba en su despacho. De haber estado consciente se habría extrañado de que su secretaria, por no decir el personal de seguridad que vigilaba a través de las cámaras estratégicamente colocadas y ocultas, hubiera permitido a nadie atravesar su puerta sin permiso sin dar la alarma. De haber estado consciente habría reconocido al intruso, el cual se agachó a su lado y le miró atentamente varios segundos, como si estuviera tomando una decisión.