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Capítulo Uno

El callejón se cernía en la más profunda oscuridad cuando dos ojos felinos irrumpieron entre las sombras, a sabiendas de que éstas no se iban a achantar rápidamente.
El gato callejero era de un hermoso color negro azabache y estaba hambriento. Su mirada hipnótica repasó el callejón hasta ver el platito que habitualmente estaba lleno de leche a estas horas. Sin embargo, aquella noche, nadie lo había llenado.
El platito se encontraba al lado de la puerta de atrás de un restaurante de la zona, barato y de escasa variedad en sus menús.
Fue entonces cuando reparó en los dos mocasines que sobresalían de entre las bolsas de basura, al lado de un enorme contenedor verde.
El gato maulló consciente del olor que se intentaba camuflar entre los restos podridos de comida. A aquellos mocasines les seguían dos piernas, inertes y olorosas.
Aunque estaba mezclado con otros tantos olores procedentes de los desperdicios, ese en concreto le era familiar. Así que tras echar un último vistazo al plato vacío, se acercó lenta, muy lentamente, al origen de ese olor.
De forma instintiva, como no podía ser de otra manera, no fue directamente, sino dando un rodeo, desde atrás. Con la cola en alto, con los músculos en tensión, con los sentidos agudizados, también por instinto.
Según se acercaba se intensificaban los olores. El conocido destacaba sobre los hedores que producía la basura. Olía a carne más o menos fresca, a pescado, a verduras pasadas, a leche ligeramente rancia. Eso hizo rugir sus tripas.
Pero por encima de todo, por encima de la pestilencia que rezumaban las bolsas, le llegó otro olor que también le era familiar. En otras circunstancias se habría acercado más, hasta encontrar la fuente.
El instinto se encargó de advertirle sobre ese olor en concreto, que le hizo arquear la espalda, soltar un bufido y echar a correr con una agilidad sorprendente para un gato tan escuálido.
El olor a sangre.
Petra conocía ese olor de sobra. No era la primera vez que, al sacar la basura del restaurante, se topaba con algo que no eran bolsas de basura. Pero Petra no hacía preguntas. Tras tantos años allí, había aprendido el secreto del oficio de camarera: escuchar bien y no hacer muchas preguntas.
Petra vivía en la parte de arriba del restaurante. Su ventana daba al callejón, pero siempre tenía puestos los visillos. No tenía ninguna intención de asomarse al callejón, ni de ser vista fisgoneando. Una vez oyó que, tres calles más abajo, hace seis años, mataron a un hombre por tener la poca fortuna de pasar al lado de un callejón donde dos hombres le ajustaban las cuentas a otro.
– Buenos días agente.
– Hola –dijo el policía dejando su gorro en la barra.
Echó una miradita al único cliente que habitaba las maltratadas mesas del restaurante, un hombre escuálido y poquita cosa. Éste pegó un sorbo a su café, cogió sus cosas y se largó, sin dejar de mirar, con miedo, al policía. 
– Vengo por un aviso –dijo por fin el policía cuando comprobó que se habían quedado solos.
– Antes que nada, agente, quiero dejar claro que no he sido testigo de nada y tampoco he tocado nada –comenzó de repente la camarera sin dejar de secar unos vasos.
– ¿Tocar el qué? Oiga, señora...
– Señorita, si no le importa.
El policía se secó el sudor de la frente, aquella iba a ser una noche muy calurosa y no pintaba muy bien. Su primer servicio había sido asistir a una señora de ochenta y tres años que se había quedado encerrada en el baño. Habían llamado los vecinos diciendo que se oían unos ruidos horripilantes en la casa de la señora López.
En su segundo servicio se encontraba con una camarera solterona, poco agraciada, que no le daba la impresión que les hubiera llamado por nada muy coherente.
– A ver, señorita. –El policía tomó fuerzas antes de continuar–. El aviso que han dado es que podría ser que se hubiera cometido un crimen. ¿Me puede concretar qué clase de crimen?
– ¿Que qué clase de crimen? Pues el crimen que sale siempre en la tele. He visto dos zapatos en el callejón de atrás.
– ¿Y qué tiene eso de crimen? –preguntó de nuevo el agente a punto de perder la paciencia.
– Pues eso, dos zapatos que asoman, y no era un vagabundo durmiendo. No se olvida ese olor, ¿sabe? El olor a cadáver me refiero.
La puerta se abrió de repente irrumpiendo en la conversación como un vecino pesado e inesperado.
El agente se giró, desprevenido, mientras la última frase de Petra aún seguía en sus tímpanos. Una suave ráfaga de viento asoló el local. Menta.
Tras pocos segundos, una mujer en una cuidada gabardina entró en el recinto. De largo pelo rizado y pelirrojo, y tez blanquecina, más parecía un espectro en aquella hora tan temprana que un ser humano.
La mujer vio al agente y se acercó con pasos firmes y rápidos. Pasos que indicaban una seguridad indómita e inaplacable.
Cuando la escasa luz del recinto le iluminó la cara, el agente notó que un escalofrio le recorría la espalda. La mujer de la gabardina que, seguramente, había sido hermosa, ahora se encontraba marcada por dos horrendas cicatrices que le cruzaban la cara formando una X.
— ¿Petra, estás bien?
— Sí, pero me he llevado un susto de muerte.
— No me extraña.
— Me he puesto muy nerviosa y no sabía qué hacer.
— Tranquila, ya estoy aquí, y...
—¡Ejem...! —interrumpió el policía, temiendo que la conversación se hiciera eterna, como había visto ocurrir tantas veces entre otras tantas mujeres—. ¿Y usted es...?
— Amelia. Amelia Cortés. —Y dirigiéndose de nuevo a Petra, como si el policía hubiera sido una distracción sin importancia, continuó—. ¿Y qué le has dicho? Espero que hayas cerrado la boca como te dije que hicieras cuando me has llamado. En bastantes problemas te has metido ya como para añadir otro a la lista...
— ¡Disculpe, señora o señorita Cortés! —Comenzaba a perder la paciencia, la poca que le quedaba tras aguantar primero los gritos de angustia, y luego los achuchones y los agradecimientos de la octogenaria señora López por "haberle salvado la vida"—. Está interfiriendo con una investigación policial, si hace el favor...
Amelia metió la mano en el interior de su gabardina, con una velocidad y decisión que pilló por sorpresa al policía. Sacó la mano igual de rápido, dirigiéndola a la cabeza del agente, que por puro reflejo llevó su mano a la cartuchera. Aunque reconoció para sus adentros que no le habría dado tiempo a desenfundar, apuntar y disparar si lo que la mujer había plantado frente a su cara fuera un revólver. Sin embargo, lo que esa mujer había puesto delante de sus ojos era una tarjeta en la que, tras unos breves segundos que necesitó para enfocar la vista, leyó "Amelia Cortés. Abogada".
— Bueno, señoras, ustedes me han traído aquí. Si no van a hacer una denuncia yo no puedo trabajar. Si tienen algún cadáver que enseñarme, estaré encantado de echarle un ojo.
— ¿Cadáver? ¿Qué cadáver? —se apresuró a cortarle Amelia.
— Su... amiga... o lo que sea, me ha dicho que hay un cadáver en el callejón. Ande, señorita, indíqueme dónde está ese maldito cadáver y terminemos con esto cuanto antes.
Amelia miraba fijamente a Petra, e intentaba inhibirla para que no hablara más de la cuenta. Después de que Petra cerrara la puerta de entrada del bar, los tres salieron al callejón.
— Como le decía, agente, aquí al lado de los cubos de basu... espere, pero, ¿dónde está? Agente... le juro que...
— Mire señorita, a estas alturas ya se habrá dado cuenta de que este barrio no es precisamente una hermandad jipi de amor y paz. Aquí se mata gente —dijo, mientras se ajustaba la gorra y se repasaba el uniforme—. Y como comprenderán, yo no tengo ningún interés en añadir un nuevo caso irresoluble a los que ya tengo. Así que si me permiten...
Petra seguía anonadada, mientras Amelia guardaba silencio mientras que el agente se alejaba por el callejón.
— No entiendo nada —seguía diciendo la camarera mientras comenzaba a rebuscar entre las bolsas de basura e incluso dentro de los cubos—... Lo he visto, lo he visto perfectamente...
— Petra, Petra. —La abogada le cogió del brazo y la giró mirándola directamente a los ojos—. Escucha, aquí no hay nada. ¿Cuántas horas llevas trabajando hoy? A lo mejor era un vagabundo, u otra cosa.
— Estoy muy cansada... —La camarera cada vez dudaba más de sí misma—. Lo siento, Amelia, no quería ser una molestia.
— Has hecho bien en avisarme, ¿para qué estamos las vecinas si no? Ya sabes que puedes contar conmigo para lo que quieras. Tengo el despacho delante de tu casa, eso tiene que tener alguna ventaja para ti.
Petra, cuando ya estuvo más convencida, entró en silencio en el bar-restaurante, pero para cerrarlo. De repente se encontraba muy cansada y confusa, y sentía la imperiosa necesidad de meterse en la cama.
Amelia se quedó un momento fuera y miró disimuladamente entre las bolsas de basura. Menos mal que Petra tenía bastantes problemas de miopía, incluso con las gafas que llevaba, dado que hacía dos años que tendría que haberles cambiado la graduación. La que decía ser abogada, movió una bolsa de basura y tapó una mancha de sangre que aún se veía. Luego cogió el teléfono móbil para hacer una llamada, pero una voz la interrumpió.
— Amelia, ¿qué haces? —Era Petra de nuevo—. ¿Entras o no? Tengo que cerrar esta puerta.
— ¡Claro vecina! —dijo Amelia mostrando su mejor sonrisa. Sonrisa que quedaba desfigurada por las dos cicatrices que le cruzaban la cara.

Capítulo Dos

El cuerpo rezumaba un líquido espeso, brillante, de cierto color amarillento.
Amelia se puso los guantes de goma mientras sus ojos realizaban la primera inspección del cadáver.
— Hombre joven, de unos veinte años —comenzó Amelia a constatar con su grabadora—. Caucásico, unos cuarenta kilos de peso. Presenta una grave desnutrición. Parece recubierto de un líquido amarillento. Las muestras se han enviado a analizar. Comienzo el examen.
Le abrió un párpado. Sus ojos estaban completamente negros. Carecían de iris.
— El iris ha desaparecido de sus ojos.
La mujer cogió unas pinzas y extrajo una pequeña astilla de uno de los ojos del cadáver.
— Encontrada astilla de escasos milímetros en el lagrimal derecho.
[Fer, Fer, Fer... Sabes lo mucho que te aprecio, que me caes bien, como una patada en los huevos, que es lo que te daré si me vuelves a hacer esto. ¿Rezuma líquido amarillento? ¿Ojos sin iris? ¿Astilla en el lagrimal? ¿? ¿Pero te has vuelto loco? Pues yo no pienso arreglar este desastre... Voy a intentar pasarle el marrón a Diego, que aunque no me cae tan mal, es el que va después (Diego, se siente. No mucho, pero se siente). En fin, a ver cómo salgo de esta...]
Introdujo la astilla en un pequeño bote de cristal y continuó su rutinario examen, levantando la cabeza del sujeto con ambas manos y con mucho cuidado.
— Al igual que los anteriores especímenes, presenta un cráneo ligeramente deforme, gelatinoso por la parte posterior...
"Amelia..."
Al principio le pareció un susurro que procedía de detrás de su cabeza. Una vez pasada esa primera impresión, así como el escalofrío que le recorrió la espalda, recordó dónde se encontraba. Depositó la cabeza del individuo de nuevo sobre la mesa, lentamente. La segunda llamada la oyó con mayor claridad.
"Amelia."
— Preferiría que no me llamaras así. Sabes que lo odio —le replicó a la voz que procedía de un altavoz situado en la pared que tenía detrás. Puso la grabadora en pausa.
"No es decisión tuya."
— Tiempo al tiempo —dijo con voz queda, lo suficientemente bajo para que no llegara al micrófono situado en el techo, aún a sabiendas que lo habría oído de todas formas—. ¿Qué quieres?
"Deja lo que sea que estés haciendo y preséntate ante el Consejo."
— Estoy en mitad de un...
"Lo siento si te ha parecido que te lo estaba pidiendo por favor."
— Ahora mismo voy.
Maldijo para sus adentros. Se quitó los guantes de mala gana, los tiró a un cubo, le echó un último vistazo al sujeto y se dirigió hacia la salida.
[¿Hacia la salida de qué, de dónde? No sé si os habéis dado cuenta de que no habéis dicho dónde está. Podría estar haciendo una autopsia en medio del Camp Nou.]
El pasillo que unía la habitación con el resto de las estancias de aquél edificio era largo y angosto, con múltiples puertas a los lados. Cada una de ellas tenía un número cerca de la manivela, a la que acompañaba un extraño cerrojo. Amelia cerró la puerta número once antes de recorrer el pasillo, que tenía las paredes blancas y estaba alumbrado con luces del mismo color.
El pasillo terminaba en un panel metálico, con forma de puerta, pero que no tenía cerradura ni manivela. Amelia plantó su pulgar en un lugar de la pared, donde aparentemente no había nada, y el panel metálico, de un extraordinario grosor, se abrió hacia arriba dándole a Amelia el tiempo necesario para cruzarlo, pasando a una especie de recibidor. Este recibidor, aunque sin ventanas, tenía las paredes pintadas de color naranja pastel y luces amarillas, suaves. La sensación allí era mucho más cálida.
Amelia se paró delante de uno de los ascensores que allí había. Se movía con seguridad, pero no podía ocultar cierto nerviosismo.
Mientras esperaba, de otra puerta salió un hombre de porte muy elegante. Joven, con el pelo engominado y un traje de ejecutivo, portaba un maletín negro. Se acercó a la zona de los ascensores y se situó al lado de Amelia.
[¿Y ahora qué hago yo con el tipo este del maletín? No sé, no sé. A ver si me viene la inspiración.]
Cuando las puertas del ascensor se abrieron, ambos subieron al mismo. Amelia esperó a que el hombre de negocios apretara un botón, pero no lo hizo. Él también estaba esperando a que ella pulsara y ambos se miraron fijamente.
— Bueno, ¿a qué piso va? —preguntó finalmente Amelia.
— Al piso veinticuatro, gracias —contestó el hombre con voz suave.
— Entonces vamos al mismo.
Amelia apretó el botón correspondiente y el ascensor se puso en marcha. El joven de pelo engominado la miraba fijamente, cosa que la molestó un poco.
— Un momento, ¿eres Amelia Cortés? —preguntó él de repente.
— ¿Quién lo pregunta?
— Álvaro Estrada, el Consejo me ha hecho llamar. Creo que vamos a trabajar juntos. —Él le tendió la mano.
— ¡Qué estupidez! No sé qué crees que sabes sobre mí, pero siempre he trabajado sola. Además, no voy a hacer de niñera...
Álvaro sonrió y se metió la mano en el pantalón del traje. El ascensor se detuvo y las puertas se abrieron. Cuando salieron de él, dos hombres trajeados y enormes les salieron al paso.
[No sé a vosotros, pero a mí el Álvaro éste me da asquete... En cuanto os despistéis le meto un perrito bomba...]
Los dos llevaban gafas de sol, pese a que en aquel corredor había escasa luz. Eran calvos, sin cejas. Amelia tuvo la sensación de que se encontraba frente a dos eunucos modernos.
El grupo caminó hasta una enorme puerta metálica, sin manilla.
— ¿Alguna vez has estado allí dentro? —preguntó Amelia.
El hombre negó con la cabeza, aparentemente despreocupado.
— Entonces no te asustes y no intentes mirarlos —aconsejó la chica sonriendo.
Amelia se situó frente a la puerta y, escasos segundos más tarde, se desvaneció en el aire.
Álvaro se quedó estupefacto, miró a los gorilas que ni tan siquiera le devolvieron la mirada. Decidió ponerse enfrente de la puerta y esperar por lo que pudiera pasar.

No ocurrió nada.
Se quedó quieto, esperando, pero no se movió del sitio. Seguía entre los dos calvos, que le ignoraban, como si no notaran su presencia. Una gota de sudor frío comenzó a recorrerle la sien.
Echó un paso atrás, y volvió a colocarse delante de la puerta. Nada.
Repasó mentalmente cómo Amelia había avanzado hacia la puerta, como había hecho él, y cómo había desaparecido. No recordaba que hubiera hecho nada especial. No había tocado ningún botón, ni había pronunciado ninguna contraseña, por lo menos de forma audible.
Era la primera vez que le llamaban ante el Consejo, y nadie le había comunicado los procedimientos a seguir.
Le dio la impresión de que los "eunucos" comenzaban a girar la cabeza en su dirección, los dos a la vez, lentamente. Sólo la cabeza. Una sensación de urgencia le embargó, como si supiera que al completar su movimiento y mirarle directamente fueran a fulminarle con su mirada o algo por el estilo.
¿Será algún tipo de prueba? —pensó Álvaro. En sus anteriores encargos nunca se había encontrado en una situación de este tipo.
Su superior era un hombre normal, con sus cincuenta años, con su mujer, su hija en la universidad, su prominente barriga y sus periódicas sesiones de masajes completos. Solía decir tacos a menudo y paseaba por su despacho para pensar. De vez en cuando ponía la Cabalgata de las Valquirias a todo volumen cuando estaba en proceso de una investigación interesante. Lo que Alvaro entendía por un jefe.
Pero su jefe nunca le hacía pasar malos tragos como éstos. Siempre le había acompañado a las reuniones con superiores, espetándole un "Tú escucha y déjame hablar a mí". Ese plan siempre había salido bien. Pero ahora no estaba con él, y tampoco le había dado indicaciones.
Mientras estaba allí, parado, sufriendo el peso de la mirada de aquellos impasibles mastodontes, recordó su primer asesinato.
[¿Y a quién habrá matado el jovencito Álvaro? Si tiene pinta de no haber roto un plato en su vida.]
[¿Cómo que a quién habrá matado? ¡Y mira que me sé yo! Sí, sí, paquete enviado. "Paquete explosivo", diría yo. Diego, no te conozco, pero te voy a convertir en mi enemigo mortal, a este paso.]
Él sólo tenía 18 años cuando ocurrió todo. Siempre le habían dicho que el primero sería difícil, pero no sabía cuánto. Nadie podía decirle cuánto.
Su objetivo era tan joven como él, o al menos lo aparentaba. Resultó insultantemente fácil acercarse, engañarlo y cogerlo a solas en unos lavabos de un lujoso restaurante. Desenfundó su arma y le apuntó directamente entre los ojos, pero se separó un metro para que la sangre no le salpicara directamente a la cara.
El joven empezó a llorar y a suplicar mientras se dejaba caer de rodillas. Sabiendo lo fácil que resultaría matarlo, Álvaro relajó el brazo un instante, sin dejar de apuntarlo. Y entonces, sin previo aviso, se desató el infierno.
El inofensivo objetivo saltó como lo haría un tigre, con las garras por delante y abriendo la mandíbula más de lo natural en un ser humano. Sus ojos se habían tornado negros, como si fueran de obsidiana.
Álvaro erró su tiro y tuvo que esquivarlo. Las recién aparecidas garras del joven le desgarraron un costado, haciéndole sangrar. El combate duró dos minutos, hasta que Álvaro consiguió volarle el cerebro, pero antes le había tenido que disparar unas diez balas. Todas hacían cosquillas en el objetivo.
Así fue su primer asesinato. Difícil, sangriento, inesperado... de novato. El segundo asesinato fue fácil. No dejó que el objetivo le mirara a los ojos. Nunca más, se había dicho.
[Muy bien chicos, muy bien... Me sé de una novela negra que acaba de morir. Anda que... Ahora solo me queda desatar el Apocalipsis.]
Amelia se estaba cansando de esperar al joven. Estaba parada, delante del otro lado de la puerta metálica. La habitación que tenía enfrente estaba terriblemente oscura, salvo por un círculo de color carmesí en el centro de la sala.
Se dirigió al círculo, entre sonrisas, lentamente.
— ¿Podemos empezar ya? —Amelia clavó sus ojos en la inerte oscuridad mientras su cuerpo era bañado por el incesante color rojo—. Tengo una autopsia que terminar.
"Debes esperar a tu compañero." La voz resonó por toda la sala, calmada pero intimidatoria.
— Yo no tengo compañero.
No hubo respuesta. Amelia bufó, visiblemente contrariada.

Una colleja le sacó de su ensimismamiento.
— Chaval, pasas o no pasas, que hay cola.
Se giró, y un tipo de mediana edad, alto, trajeado, le miró con cara de pocos amigos. Detrás de él había tres personas más. ¿Cuánto tiempo había pasado? A los lados los "eunucos" seguían quietos, mirando hacia delante, como dos estatuas. Volvió a mirar al frente, a la puerta, que aparentemente seguía igual de sólida, impasible.
Notó la impaciencia de los demás clavada en su nuca y se le erizaron los pelillos del cogote. "Si yo también quiero pasar, pero ¿cómo?". Una idea le vino de repente a la cabeza: "¿Sólida, la puerta es sólida? ¿Quién lo ha dicho?". Con una sonrisilla comenzando a aparecer, a camino entre la ilusión de haber descubierto el misterio y la vergüenza de no haberlo hecho antes, avanzó para atravesar la puerta.
El golpe que se dio no fue muy fuerte, pero sí el sonido que produjo su cabeza al dar contra una sólida puerta de metal.
Exasperado, el tipo de mediana edad apartó a Álvaro a un lado y abrió la puerta, desapareciendo al atravesarla. Vio cómo los demás de la cola también iba desapareciendo, no sin antes soltar alguna risa por lo bajo al pasar a su lado. Hasta le pareció oír un "será idiota el tío...". Antes de que se cerrara de nuevo, frotándose la frente, atravesó la puerta, hacia la oscuridad con tono amarillento que se veía en su interior. Todo se volvió negro hasta que oyó una voz conocida.
— Ya era hora...
[¿Será Amelia?]
— Jefe, ¿usted también está aquí? No sabía que...
— Anda Álvaro, colócate junto a tu compañera —le cortó su jefe con cierto paternalismo.
— ¿Mi compañera? Pero...
Su jefe le señaló con la vista a Amelia. Álvaro la miró, dándose cuenta de que Amelia le hacía señales para que se acercarse a su lado. Álvaro, torpemente, se acercó a Amelia, mirando a los lados y haciéndole señales de disculpa.
— ¿Pero dónde estabas? —le espetó Amelia—. Llevo tres minutos esperando. ¿Es que te has parado a charlar con un amigo? Anda que vaya compañero me ha tocado... y ponte bien el traje —le dijo recolocándole las solapas de la chaqueta—, si es que mírate...
— ¡Silencio! —les cortó con autoridad uno de los miembros del Consejo. Amelia recompuso su postura y Álvaro, tras alisarse el traje, se estiró quedando tenso como un conductor novato.
En la sala, aunque oscura, podía distinguirse una gran afluencia.
— No os hemos traído aquí para que os toquéis —continuó otro miembro del consejo, provocando una ligera carcajada en la concurrencia.
[Lo habéis pasado mal al ver al barrigudo en la sala, ¿eh?]
[No precisamente al ver al barrigudo, pero sí al leer tu trozo en general... ¿Pero no sabes eso de "si bebes no escribas"?]
[Tiempos verbales corregidos, tío coñazo. Por cierto, eliminaría esto. A nadie le importa saber que mis trozos los escribe un mono.]
[Esta historia ya no hay ni por donde pillarla. Anda que no la hemos liado ni nada con el capítulo. Por cierto, que el capítulo se llama Amelia, y aquí dándole líneas al Álvaro que estamos. Creo que tendríamos que llamar al capítulo: "Odisea para llegar al Consejo". Y encima va a resultar que la sala esa del consejo, está llena de gente... si es que...]
— ¡Guarden silencio! —Esta voz del consejo se oyó mucho más autoritaria que las anteriores, no dando lugar a réplica ninguna.
Efectivamente la sala estaba llena de gente, aunque dada la oscuridad apenas podían verse entre unos y otros. Pronto pareció que no hubiera nadie, porque se hizo un silencio sepulcral. El Consejo, se hallaba al fondo de la sala, por encima de los asistentes, y estaba formado por una mesa con diez asientos.
— Han sido todos reunidos para ser informados de un hecho de máxima importancia, pero de conocimiento altamente secreto —la voz que hablaba era la misma de antes—. Todos creen que son conocedores de la situación actual, pero se equivocan, dado que esta ha empeorado.
— Pero antes que nada —interrumpió otra voz del Consejo—, díganos, Amelia, infórmenos de los últimos acontecimientos.
La aludida se quedó petrificada durante unos segundos, pero enseguida empezó a hablar, sabiendo que los que la escuchaban no era de los que les gustaba esperar.
— Ha aparecido un último cadáver, dentro del plazo que había establecido. Este cuerpo es exactamente igual a los anteriores, no hay ninguna novedad relevante. Lo mejor de todo es el lugar dónde ha aparecido el cadáver, justo detrás de dónde decidí instalar mi base de operaciones. Eso significa que cada vez estoy más cerca de averiguar dónde está la madriguera.
— Todo indica que está cerca de encontrar el centro de todo —le corroboró una voz del Consejo—. Buen trabajo por ello. Pero aún están todos muy lejos de solucionar el problema.
[Muy bien chicos, muy bien... Me sé de una novela negra que acaba de morir. Anda que... Ahora solo me queda desatar el Apocalipsis x2]
[Eso ya lo has puesto antes... ¿Se te ha secado el cerebro? :P]
[Teleñecos ya.]
>> Sé que muchos de vosotros estáis al corriente de los últimos acontecimientos pero como veo caras nuevas en la sala quizás debamos comenzar a explicar la situación desde el principio.
>> En Mayo del año 1950 tuvimos nuestro primer encuentro con los especímenes humanoides, los Astarsis, una raza alienígena venida de más allá de la nebulosa de Orión. Entre sus características principales se encuentran una piel resistente, ojos ciegos y una extremada agresividad. A su llegada provocaron daños en una población de Arizona, llamada Gordland, destruyendo un cine, un restaurante y varias viviendas con fuertes explosiones. La cifra de muertos ascendió a diez víctimas, aparte de veinte heridos por quemaduras, dos de ellos graves. Las autoridades locales nunca supieron lo que les atacó y dedujeron que había sido un ataque terrorista ruso. El FBI detectó extraños aumentos de radioactividad por la zona. Todavía no se sabe que ocurrió con los astarsis, aunque se presupuso que debieron morir en las explosiones, ya que se encontraron restos de piel con su extraño líquido amarillento.
[¡Hala! Y ahora una raza alienígena...]
>> O mejor dicho, se presuponía que habían muerto, ya que recientemente han aparecido varios cadáveres de astarsis en diferentes ciudades de diferentes estados. Las últimas investigaciones realizadas por la agente denominada Amelia, nos han confirmado que varios de estos alienígenas se encuentran viviendo entre nosotros, haciéndose pasar por seres humanos. Y no sólo eso, además es muy posible que estén encabezando varias organizaciones criminales y células terroristas.
>> Por si esto fuera poco, como decía antes están apareciendo cadáveres. A simple vista se puede pensar que alguien nos está haciendo un favor, localizando y exterminando a esa escoria que infecta nuestra sociedad, que nos está librando de ese cáncer que nos corroe desde dentro. Nada más lejos. Nos está privando de información, de protegernos contra ellos. Y los está poniendo nerviosos, por lo que se vuelven más cuidadosos a la par que peligrosos. Esta situación tiene que acabar.
>> Se les ha asignado una pareja. A cada una se le entregará un informe de misión, la cual deberá cumplirse con discreción, rapidez y garantía de éxito. Les va la vida en ello.

Capítulo Tres

[Esto qué es, ¿una venganza o qué? Silvano, qué bien que "había caras nuevas en la sala" para soltar todo el rollo, ¿eh? Bueno, a ver ahora cómo hacemos que unos seres ciegos encabecen organizaciones criminales y/o terroristas.]
— Pues a mí no me parece tan mal que los eliminen. Muerto el perro se acabó la rabia, como diría mi padre.
— Álvaro, tu y yo sólo seguimos órdenes. No me lo hagas más difícil.
— Ya, bueno, si yo sólo digo...
— Pues no digas tanto y presta más atención a la carretera —le cortó Amelia, señalando la línea discontinua central que separaba su carril del contiguo, a la que el coche se acercaba de vez en cuando.
La carretera tenía dos carriles, uno para cada sentido. Las luces del coche les mostraban los árboles que estaban a los lados de la carretera. Parecían entrar en una zona boscosa.
[Soy consciente de que estoy tendiendo a perpetuar a Álvaro. Bueno, os jodéis. Amelia necesita cierto contrapunto sanchopancil.]
[Tranquilos chicos, Álvaro es un personaje de la historia por derecho propio, y punto. Además, hace tiempo que sé lo que haré con él. ¡Y ninguno me vais a quitar el gustazo! Por cierto Diego, gracias, por una vez me habéis dejado la cosa facilita.]
El habitáculo del BMW estaba inundado por el indestructible olor a menta de Amelia. Esa era su constante, ese olor tenue, nada fuerte ni empalagoso, que nunca desaparecía cuando ella estaba presente.
Álvaro la miró de reojo y no pudo evitar hacerle una pregunta que hacía rato le rondaba la cabeza. Amelia sabía que iba a preguntarle algo antes de que él hubiera abierto la boca. Pero también sabía que debía contestar, o no conseguiría que éste se callara nunca. Álvaro estaba resultando ser un maldito libro abierto.
— ¿Por qué da la impresión que no disfrutes con este...?
— Porque no disfruto con el maldito trabajo —contestó ella sin dejarle terminar, mientras su vista se perdía a través de la ventanilla en la oscuridad del ya frondoso bosque.
— ¿Y por qué lo haces entonces?
El silencio se hizo en el habitáculo, como si ella no quisiera o no supiera contestar a esa pregunta.
— Ya lo intenté dejar una vez —dijo al fin—. Pero se empeñan en contratar a boy scouts como tú. —Se giró hacia él—. Hago esto porque no hay nadie más que lo haga como yo, bien, de manera eficaz y con profesionalidad. Cuando encuentre a alguien que trabaje tan bien como yo, le pasaré el testigo bien gustosa y desapareceré.
Álvaro fue a hablar, pero se calló. Mantuvo el silencio mientras ella le miraba fijamente, desafiándolo a decir algo más. Y tal como supuso Amelia, el nuevo no pudo resistirse.
— Yo no soy un boy scout...
[Uy, David, yo no habría dicho nada de lo de Álvaro, sobretodo sabiendo que Silvano es el siguiente. Será que no ha dicho veces que quiere lanzarle un perrito bomba... Sólo te puedo asegurar que si llega vivo a mi trozo, no haré que se mate en un accidente contra uno de esos árboles...]
[Hasta las narices estoy de Alvarete cohete, y ahora que va en coche es mi momento...]
Amelia suspiró y miró por el espejo retrovisor. Su cara cambió al momento. Una furgoneta negra con una franja roja les perseguía, claramente, a elevada velocidad.
Amelia abrió la boca para avisar a Álvaro pero fue demasiado tarde. La furgoneta les embistió y el coche salió de la carretera dando vueltas por un terraplén. El sonido de los cristales rotos no se hizo esperar, seguido del desagradable olor a gasolina vertiéndose. Amelia abrió los ojos. Todo había ido demasiado rápido. Le dolía la cabeza y su boca sabía a sangre. Miró al asiento del conductor y Álvaro no estaba. Recordó que el chico había sido tan imprudente como para no ponerse el cinturón...
[David, mira que te avisé...]
Intentó moverse, pero su propio cinturón se lo impedía. Le dolía todo, pero no parecía tener nada roto. Con esfuerzo movió la mano derecha para desabrochárselo, sin éxito. Estaba trabado.
Oyó unos pasos que se acercaban al coche, que había quedado del revés, con las ruedas hacia arriba. Fue a coger su arma, pero se había salido de la cartuchera. De un rápido vistazo la localizó, en el techo que ahora era el suelo. Alargó la mano hacia ella, pero estaba demasiado lejos. Y los pasos se acercaban, despacio pero decididos. A traves de uno de los trozos de espejo de lo que quedaba del retrovisor distinguió una sombra que alcanzaba el coche.
En cuanto uno de los pies del individuo llegó a la altura de su ventanilla, con su característica velocidad agarró el tobillo y tiró hacia sí con fuerza. El pantalón estaba completamente mojado, chorreando, pero consiguió que no se le escurriera y le hizo perder el equilibrio y caer de espaldas.
— La madre que te... —dijo con la voz entrecortada el individuo—. No te basta con hacerme dar unas vueltas de campana —continuó mientras se incorporaba con esfuerzo— y que salga volando y caiga al río —en ese momento reconoció la voz, era la de Álvaro—, además tenías que hacer que me clavara una piedra en el...
— ¿Álvaro? —le interrumpió—. Creí que no lo contabas. Ayúdame a salir de aquí.
— Eso intentaba...
De repente se oyó un disparo, y parte de la corteza del árbol más cercano saltó por los aires.
[Qué queréis que diga, a mí no me cae tan mal...]
[¡Bien! Si hay que matarlo, que sea con un poco más de estilo... y no porque se cruce la furgoneta del equipo A.]
Álvaro ayudó a Amelia a salir del coche. Ambos se echaron al suelo, y se apostaron detrás de unos árboles. Agazapados, con sus armas en la mano, esperaban oír los pasos de alguien que viniera a finalizar el trabajo.
Sin embargo, lo que oyeron fue el sonido de cierre de dos puertas, y escucharon cómo la furgoneta arrancaba y se iba de allí.
— O sea, que eran dos. Como nosotros —dijo Amelia—. Qué raro...
— ¿Cómo lo sabes?
— ¿No has oído? Se han cerrado dos puertas.
— Bueno... no tiene por qué. También puede ser que alguien se haya quedado dentro... controlando la operación.
Amelia consideró la posibilidad.
— Lo tendremos en cuenta. Lo que sí sé es que con este coche no vamos a ningún lado. Tendremos que llamar a la central para que nos den cobertura.
[Buaaahhhh, ¿y mis tiros?]
— ¿Seguro que quieres informar a la central? —preguntó Álvaro mientras miraba a su compañera fijamente.
— ¡Mierda, tienes razón! —exclamó ella visiblemente enfadada—. De esta misión sólo tenía conocimiento el Consejo, y quizás diez personas más. Es muy posible que la filtración venga de nuestra organización. Será mejor que no avisemos de nada hasta que hayamos acabado. Sean quienes sean, quizás no sepan a dónde vamos o cuál es nuestra misión.
— Bueno, no creo que les interese mucho, me parece que sólo querían matarnos. Entonces, ¿qué hacemos?
— Continuamos —se decidió ella—. Nada de volver directos a la carretera, demos un rodeo. El objetivo no está muy lejos.
Amelia abrió el maletero del coche y sacó de él una pequeña mochila que se colgó a la espalda. Le pasó otra a Álvaro. Luego comenzaron a caminar, bajando un poco de pendiente, hasta casi llegar a la ribera de un riachuelo que había un poco más abajo, aunque decidieron no perder la cobertura de los árboles.
Fue una buena decisión, porque un trozo de corteza de árbol saltó por los aires, justo al lado de la cabeza de Álvaro.
— ¡Joder, no se habían marchado, sólo la furgo!
Comenzaron a correr, para notar más proyectiles demasiado cerca de ellos, todos impactando en los árboles de alrededor. No oían las detonaciones, así que supieron que eran armas de bastante alcance, con silenciador. Seguramente subfusiles o fusiles de asalto. Es decir, una organización con recursos.
Sin dejar de correr y haciendo eses entre los árboles, siguieron paralelos al riachuelo a contra corriente.
[Ya veo... sin armas, David no es David, ¿eh? Y yo que parezco de la comisión anti-violencia...]
[Anda que... uno deja los tiros, el otro los crea... Solo dar las gracias a David por esta nueva oportunidad. Prometo no defraudar.]
Amelia iba a la cabeza mientras las balas silbaban cerca de ella. Sabía que debían interponer obstáculos entre los tiradores y ellos por lo que torció hacia el interior de la arboleda pero sin abandonar su carrera paralela al riachuelo, que ya se había agrandado en tamaño y caudal.
En aquel instante se escuchó un grito y Álvaro cayó al río, sangrando por un costado. Una bala le tenía que haber dado.
Amelia se detuvo y volvió para ayudarle pero cuando una bala levantó un trozo de tierra a su lado se lo pensó mejor. Álvaro gemía y se intentaba poner de pie pero el lecho del río estaba resbaladizo y la fuerza de la corriente no le ayudaba en nada. Otra bala le traspasó la pierna derecha y, tras un grito de dolor, Álvaro cayó de rodillas. Su mirada se cruzó con la de Amelia que no pudo más que resguardarse detrás de un árbol para intentar que las balas no encontraran otra diana.
Álvaro bajó la cabeza y extrajo una pistola de su chaqueta. Amelia vio resolución en sus ojos. Estaba claro que el chico vendería cara su muerte.
[Y aún tendrás cara de decir, "si yo no lo he matao, aún lo dejé con vida...". ¡Macho, no lo podemos matar antes de que tenga cierto significado para Amelia! Si no, hemos gastado líneas en un personaje sólo para que Amelia se alegre de haberse librado de él por patán. Lo intenté decir de manera sutil pero... en fin, ahora a ver cómo le damos significado a todo esto.]
Calculó la distancia que le separaba de Álvaro. Era demasiada, no llegaría a tiempo. Álvaro entendió sus intenciones.
— ¡Ni se te ocurra! ¡Lárgate! —le gritó entre jadeos de esfuerzo.
Amelia, se puso en pie, sin dejar de resguardarse detrás del árbol. Volvió a sopesar la situación y, llena de rabia e impotencia, echó a correr en dirección contraria, esquivando árboles y balas por igual. Álvaro vio cómo se alejaba, y una vez que la perdió de vista, se giró para enfrentarse a los asaltantes, los cuales habían dejado de disparar y se dirigían hacia él, armas en mano.
Dos figuras oscuras, silenciosas. No sabía si era por la sangre que había perdido, por tener el sol de cara o porque empezaba a desmayarse, pero no acababa de definir el contorno de esas figuras. Alzó la pistola hacia ellas. No podía apuntar bien, le dolía demasiado el costado, pero cada vez estaban más cerca, así que no podía fallar.
Apretó el gatillo. Pero en lugar del ruido acostumbrado solamente se oyó un "click" apagado. Volvió a pulsar el gatillo. Otro "click".
Las figuras llegaron a él al mismo tiempo que la inconsciencia. Cayó como un peso muerto. Una de las figuras le dio la vuelta, dejándolo bocarriba.
— Vivirá —dijo con una voz grave y monótona—. Llevémoslo a la furgoneta.
[Uff, creo que me he librado por ahora... ;) Mmmm No sé cómo lo véis, pero suena a final de capítulo...]
[¡Buen giro! Yo que ya lo daba por muerto... Y por mí bien lo de cerrar capítulo.]
[¿Vivirá? ¿Cómo que vivirá? Esperad que me toque a mí...]
[Por primera vez me toca a mí empezar un capítulo. No es que me haga mucha gracia, pero mejor esto que dejar que lo empiece Silvano.]

Capítulo Cuatro

La placa dorada de la puerta rezaba: "Amelia Cortés - Abogada". Augusto comprobó que estaba completamente solo en el rellano, y sacó un juego de gazúas. Abrir la puerta le llevó tan sólo treinta segundos, lo mismo que necesitaría para desactivar la alarma. Cuando hubo hecho ambas cosas, cerró la puerta tras de sí y respiró hondo.
Cerró los ojos y aspiró. El olor a menta le inundó las fosas nasales. Adoraba ese olor.
Luego comenzó a registrar el supuesto despacho-piso-tapadera. Por supuesto empezó por un archivador que encontró, luego continuó por el ordenador de la mesa. Pero de momento todo resultaba inútil. Augusto pronto se dio cuenta que aquel lugar no era desde donde Amelia investigaba. Como mucho era un observatorio.
Seguramente Amelia había supuesto que en aquel barrio había una madriguera de Astarsis. Así que se había trasladado a aquel piso con el objetivo de observar las pautas de comportamiento de los habitantes de la zona, con la esperanza de descubrir la comuna Astarsis. Así era Amelia, siempre tan dedicada al trabajo.
Cuando Augusto entró en la habitación de Amelia, su teléfono móvil sonó.
— Habla —dijo al descolgar el aparato.
— Aquí el equipo Delta2.
— Adelante.
— Señor, querrá saber que la operación ha sido un éxito a medias. Amelia ha escapado, pero tenemos a su compañero, vivo. Aún así está gravemente herido.
— Hagan lo que puedan por él y llévenlo a lugar seguro. Envíen al equipo Delta3 tras Amelia. Iré en cuanto pueda —ordenó Augusto sin cambiar el tono de voz.
— Señor, me alegra informarle que no ha habido bajas...
— ¡Y a mí qué coño me importa eso! ¡El objetivo era Amelia y la han dejado escapar!
Colgó el teléfono y se quedó completamente quieto, en la habitación de Amelia. Luego se tumbó sobre su cama y aspiró el olor a menta. Ese olor que tanto adoraba.
El teléfono volvió a sonar. Lo miró con desgana, y se quedó de piedra. "Número desconocido". Sólo podía ser una persona.
— Amelia —comenzó con su tono más amable y conciliador, mientras se incorporaba—, qué placer tan inesperado...
La calma de su voz no reflejaba la subida de adrenalina que le impulsó a mirar en todas direcciones y volver al despacho.
— Eres un cabrón —le cortó Amelia.
— ¿Qué ocurre, preciosa?
— Ahórrate todas esas tonterías. —La voz de Amelia sí reflejaba perfectamente sus emociones—. Sé que has sido tú.
— Cariño, no sé de qué me estás hablando...
Demostraba seguir siendo una de las mujeres más inteligentes y perspicaces que conocía, lo que hacía de ella un recurso muy valioso.
— Déjate de cuentos. Álvaro me la trae sin cuidado, pero me jode que me saquen de la carretera, me disparen, y me estropeen unos zapatos de quinientos euros. Y no necesariamente en ese orden.
— Oh, por Dios... ¿Estás bien? ¿Quieres que mande alguien a buscarte?
— Eres un cabrón —reiteró Amelia—. Ya sabes a dónde voy a ir ahora. Trae a mi compañero. —Remarcó las últimas palabras—. No vayas solo, yo no lo haré. Y sal de una puta vez de mi apartamento. Te quedan tres minutos.
Cerró la tapa del teléfono, cortando la llamada, Sabía que Amelia no acostumbraba a ir de farol, así que echó un último vistazo al piso, llenó sus pulmones del aroma a menta y salió sin molestarse en cerrar la puerta. Abajo le seguía esperando su coche. Cuando se encontraba a unas pocas manzanas del piso de Amelia, oyó la explosión.
[Mola liarlo de esa manera... :P]

[Bueno, bueno, bueno, seguimos para bingo!!!]
El almacén estaba abandonado en una zona del puerto pesquero.
Hace algunos años todo el lugar había contraído la llamada "Crisis de los peces" cuando el mercado asiático había irrumpido con fuerza, llevándose a todos los compradores potenciales de marisco y pescado. Fue un año horrible para las empresas y pescadores del lugar, que tuvieron que cerrar y vender la mayoría de sus edificios y posesiones para saldar las deudas contraídas y los sueldos de los trabajadores. Aquel almacén no había encontrado comprador. Estaba en una mala zona. No era su culpa. Demasiado alejado del puerto, con escasas comunicaciones, mala carretera, poco espacio de maniobra para vehículos...
Un lugar perfecto para hacer negocios a espaldas de los demás. Un lugar donde nadie nunca pasaba, a no ser que quisiera verse involucrado en algún tipo de problema.
Ahí estaba esperando Amelia, en la entrada de aquel almacén, resguardada por la sombra del edificio.
Una limusina negra no tardó en llegar, un poco sucia por el polvo de la carretera. A Amelia Cortés no le extrañó que su invitado llegara en un coche tan lujoso. Tampoco se extrañó cuando Augusto llegó con su mejor traje y una ancha sonrisa depositada a modo de mueca en su cara. Ese era el modo de proceder de Augusto. Prepotente, suntuoso y carente de sentimientos. Una persona al que sólo le importaba una cosa: el dinero.
— Nos vemos de nuevo, Amelia.
— No es que sea ningún placer para mí —dijo Amelia, saliendo de la penumbra en la que se encontraba para acercarse ligeramente a la posición de Augusto—. Cuanto menos sepa de ti, mejor.
— Amelia, Amelia, siempre tan arisca. Como un gato con hambre.
Amelia se lo quedó mirando, esperando a que dijera algo interesante. Augusto miró alrededor.
— ¿No me dijiste que no vendrías sola?
— ¿Quién te dice a ti que estoy sola? Mueve la mano que no debes y ya no moverás nada más.
— Necesito saber con quién estás. No puedo hablar de esto con cualquiera.
— He traído seguridad, igual que tú. Tampoco veo las caras de tu gente a través de esos cristales tintados... ni los quiero ver. Aunque seguro que no me dan tanto asco como su jefe.
— Sé cosas que tú no sabes.
— No lo niego.
— Necesitamos compartir información, Amelia. Estamos buscando lo mismo. Podemos llegar a algunos acuerdos.
— Pero nuestros intereses son... diferentes. Escucha, no soy tan tonta como para rechazar las negociaciones, pero, seamos realistas: ahora que estás fuera dudo que puedas ofrecerme algo que me interese.
[Augusto me he quedado.]
— Prefiero estar fuera que estar dónde estaba antes —aclaró Augusto—. Te has equivocado de bando, Amelia.
— Yo no tengo bando —replicó ella—. Trabajo para quien me paga. Y el Consejo me paga bien, además de darme la infraestructura que necesito.
— Ya, claro. Amelia siempre tiene la conciencia tranquila, porque sólo es una mercenaria —alegó Augusto en tono irónico.
— Te fuiste, cambiaste de bando. Robaste información y encima te llevaste por delante a mucha gente para hacerlo.
— Gente, y lo que no era gente también —contestó él muy tranquilo.
— No sé de qué hablas, pero déjate de rollos —atajó Amelia—. Intentaste matarme, me habéis echado de la carretera y me habéis disparado. Así que no me vengas con esas de que quieres negociar o intercambiar información.
— Sólo intento averiguar por qué trabajas para el enemigo. ¿Por qué trabajas para ellos? Se preparan para exterminar o dominar a la especie humana, y tú les estás ayudando.
Amelia se quedó petrificada. ¿De qué diablos estaba hablando?
Y entonces se oyó un disparo.

Se despertó, pero no abrió los ojos. Estaba tumbado de lado, en algo blando, con las piernas y los brazos atados. Le dolía bastante el costado, y notaba la pierna derecha dormida, pero asombrosamente estaba vivo. Agudizó el oído, y oyó unas voces, pero sonaban lejanas. Manteniendo la respiración pausada, para seguir haciéndose el dormido, abrió ligeramente los ojos.
Como había supuesto parecía encontrarse en el interior de un coche, uno bastante amplio, en el asiento trasero del mismo. Había un hombre vestido de negro en otro asiento, también en la parte de atrás, y veía la cabeza de otro sentado en el asiento del conductor de lo que reconoció como una limusina.
Tenía las manos atadas, pero no a la espalda. Eso le daba una oportunidad, sobre todo si conseguía sorprender al tipo de negro, que estaba jugando con su móvil. Calculó la distancia y la fuerza necesaria, respiró profundamente una vez y abrió del todo los ojos al tiempo que lanzaba una doble patada en dirección a la cabeza del hombre que tenía más cerca.
Una punzada de dolor le atravesó el costado, por lo que el impacto perdió fuerza. Le dio en la cabeza, tal y como quería, pero sólo consiguió que se le cayera el móvil de las manos. Antes de que consiguiera recuperarse de la sorpresa, se abalanzó de frente hacia él, ignorando el dolor.
Le dio en la mandíbula con la cabeza, y metió las manos en la chaqueta del individuo, encontrando lo que buscaba. Con las manos atadas le resultó algo más difícil, pero mientras dejaba caer todo su peso sobre el otro, forcejeó un poco y volvió a echarse hacia atrás. El conductor de la limusina, oyendo el ruido, se giró, pistola en mano.
Y entonces se oyó un disparo.
El conductor murió casi al instante, de un disparo en la cabeza, procedente de la pistola que Álvaro le había quitado al otro hombre.
[Cada día te pareces más a David, Mike]
[No sé si eso pretende ser un halago hacia mi persona o un insulto para David...]
[Es claramente un halago, sin duda alguna... Silvano, lo que ocurre es que Mike se está leyendo mi novela, claramente se ha dejado influenciar por ella. Dentro de poco comenzará a hacer terribles faltas de ortografía.]
Después Álvaro se giró y mató al hombre de su lado que aún se encontraba aturdido por el golpe anterior.
Amelia supo lo que pasaba y no necesitó mucho más tiempo.
Se colocó detrás de un sorprendido Augusto, sacó la pistola y le encañonó la cabeza. Augusto maldijo por lo bajo y levantó las manos, rendido.
Álvaro propinó una buena patada a la puerta del coche que se abrió con un sonido grave. El cadáver del hombre de seguridad cayó muerto sobre el pavimento.
— Amelia, podemos hablar de esto —comenzó Augusto—. Podemos llegar a un acuerdo.
Amelia le hizo entrar en el coche, vio a Álvaro y el estropicio que había causado con los dos hombres de seguridad de Augusto.
— Buen trabajo —le susurró Amelia mientras le liberaba de sus ataduras—. Ahora, arranca el coche.
Álvaro asintió, saltó al asiento delantero desplazando el cadáver al asiento del copiloto y arrancó el coche.
Amelia miraba a Augusto, sonriente.
— Así que sí que has venido sola —corroboró Augusto—. Siempre has sido muy imprudente.
— La última vez que vine con un compañero me traicionó.
— No esperes una disculpa. Hice lo que tenía que hacer.
— Entonces entenderás esto.
Amelia golpeó a Augusto en la cabeza y el hombre perdió el sentido.
[¿Esto es lo que se dice crear suspense, eh? Pero entre los compañeros, no entre los lectores... perdón por tardar tanto en escribir u.u]
— ¿Dónde lo llevamos, Amelia? ¿Lo entregamos al consejo?
— No, no... no hasta que no sepa de qué habla este mamarracho. Tengo una casita alquilada para estas cosas, fuera de la ciudad.
— Yo suelo alquilar casitas fuera de la ciudad para otras cosas.
— ¿Estás casado?
— Bueno... no exactamente —dijo Álvaro, mientras hacía sonar el estárter del coche—. ¿Te ha dicho algo que no supieras?
— Insinuó algo del consejo. Augusto es un cabrón, pero no es tonto. Con todo, cada vez me cabe más la duda de que el consejo es menos santo de lo que parece.
— ¿Cuántos años llevas trabajando para ellos?
— Suficientes como para casi considerarme parte de la familia. Pero la nueva dirección no favorece mucho la transparencia. No es como antes, eso te puedo decir. Pero bueno, tú no estabas antes, así que... qué vas a saber tú.
Álvaro sonrió.
— Álvaro ver, Álvaro oír...
— Y Álvaro arrancar.
[Ya tenía ganas de seguir. Ahora que acabo de llegar del curro a ver si le metemos a esto un arreo de los buenos.]
La casita en las afueras era una cabaña, por supuesto. Por eso cuando Augusto se despertó supo al instante que los suyos no le encontrarían pronto. Amelia no solía cometer fallos. Estaba esposado de pies y manos, y luego atado a una silla de madera de aspecto robusto. Sabía que como mucho conseguiría caer al suelo, pero no liberarse.
Amelia estaba sentada delante de él, en otra silla. Álvaro parecía que preparaba algo en la cocina. Era un lugar sencillo, pero tenía todos los equipamientos necesarios.
— Por fin podremos hablar con calma —dijo ella en cuanto vio que su prisionero había despertado.
— No tenemos nada de que hablar, al menos por ahora. —Le dolía la cabeza—. Para que pudiéramos hablar, antes que nada, deberíamos estar solos.
Amelia se giró hacia la cocina, y luego hacia su prisionero.
— No te preocupes por él. Es un novato, hará lo que yo diga.
— Amelia, Amelia, pobrecita... ¿Creí que a estas alturas ya habrías aprendido? ¿De verdad no sabes nada?
Álvaro entró en la sala de estar con dos tazas, una en cada mano. Una se la entregó a su jefa, que en cuanto la cogió tomó un sorbo. La otra se la puso delante de los labios a Augusto para que bebiera. Olía a café.
— Está bien, Amelia. Como quieras, pero espero que estés preparada —dijo el prisionero sin hacer mención de probar el café—. ¿Has visto la herida de Álvaro? ¿No crees que hace horas que tendrías que haberlo llevado a un hospital?
Amelia tardó más de dos o tres segundos en reaccionar. Luego se levantó de un salto, dejando caer la taza de café y desenfundando su arma. Álvaro siguió en pie, sin inmutarse, sujetando la otra taza de café. No pareció importarle que su jefa le estuviera apuntando con su arma. Luego bebió un largo trago de la taza que tenía entre las manos.
Cuando Amelia sintió los primeros mareos, por un instante, creyó que los ojos de Álvaro se tornaban totalmente negros. Álvaro habló justo antes de que Amelia cayera inconsciente.
— A nosotros los somníferos no nos hacen efecto.
Luego sonrió. Pero no era una sonrisa malévola, si no condescendiente. A Augusto, un escalofrío le recorrió la espalda.
Álvaro dejó la taza sobre una mesa y se agachó al lado de Amelia. Después la cogió en brazos y la depositó con suavidad sobre un sofá cercano. Ya casi no sentía dolor en la pierna, la herida de costado estaba tardando un poco más en regenerarse. Pero se empezaba a acostumbrar al dolor. Y a otras sensaciones.
Se la quedó mirando, le apartó el pelo de la cara. Recorrió con el dedo una de las cicatrices que le cruzaban el rostro. Un ruido a su espalda le sacó del ensimismamiento.
Augusto forcejeaba con sus ligaduras. Inútilmente. Delante de Amelia se había mostrado fuerte y seguro de sí mismo; estando ahora a solas con Álvaro, se mostraba como un niño asustado, a punto de llorar. Pero no se iba a dejar engañar, no era la primera vez que trataba con ese hombre, aunque este no lo recordara.
— ¿Qué vas a hacer conmigo? —dijo Augusto con voz entrecortada.
Álvaro se sentó en la silla en la que había estado sentada Amelia y se lo quedó mirando un buen rato, viendo cómo se movía inquieto, sin apartar la vista de sus ojos. Después se levantó, sin decir una palabra, y salió de la casa.
Augusto dejó de temblar y calculó sus opciones. No tenía ninguna. Ya había avisado a su equipo, aunque sabía que le habían quitado su localizador, por lo que no le encontrarían con facilidad. Quizás cuando lo hicieran ya estaría muerto.
Álvaro entró de nuevo en la casa, portando un pequeño maletín, que depositó sobre la mesa, al lado de la taza.
— ¿Qué es eso? —preguntó Augusto sin dejar de mirar el maletín.
Álvaro recogió a Amelia del sofá y se dirigió a la puerta.
— Un regalo —dijo antes de salir—. Ya sabes qué tienes que hacer con él, o por lo menos qué crees que tienes que hacer. Los tuyos no tardarán en llegar, así que no hagas ninguna estupidez.
Y salió de la casa. Augusto no tardó mucho en oír alejarse un coche.
[Aquí se mueven maletines, se ve que es la última jornada de liga y se juegan el descenso.]

Capítulo Cinco

— ¿Cuál es su color favorito?
— ¿Perdón, señor?
— Con toda la información que nos has facilitado de Amelia, ¿y no sabes cuál es su color favorito?
Álvaro se quedó contrariado.
— Eh...
Alguien soltó una pequeña risita y de repente los demás estallaron. El ambiente se relajó. El líder se levantó y se acercó a donde estaban Álvaro y Amelia.
— Te tomo el pelo, Álvaro. Gran trabajo, compañero. Ahora, hemos de tener gran cuidado en decidir cómo avanzar a partir de ahora. Todos hemos oído hablar de ella, ahora la tenemos entre nosotros.
El líder se acercó a Amelia. Se hizo el silencio en la sala. Le cogió suavemente la cara con la mano y la giró hacia sí. Le apartó el pelo para verla mejor. Repasó con su dedo índice su cicatriz facial.
— Una X, ¿eh?
Se giró sonriendo hacia Álvaro.
— Le da su puntito, ¿no crees?
Amelia comenzó a retomar la conciencia.
[Te odio Diego... por hacerme hacer esto...]
Cuando Amelia acabó de despertar sus ojos observaron una figura de rasgos humanos pero de piel escamosa, parecida a la de un lagarto. El ser llevaba un uniforme militar (de los marines) y se encontraba acompañado por más como él. Amelia pudo contar hasta cinco de aquellas criaturas. La mujer de la cicatríz intentó levantarse de golpe y alejarse de aquel alienígena pero le fue imposible ya que se encontraba amarrada a un catre de apariencia militar.
— ¿Qué eres tú? —preguntó Amelia al ser, que parecía divertirse ante la sorpresa de su cautiva.
Álvaro asomó tras la criatura, con cara de preocupación.
— Amelia, tranquilízate por favor —le pidió su compañero—. No somos los malos de esta historia.
— Para no serlos hacéis un buen papel —dijo la mujer intentando deshacerse sin éxito de sus ataduras.
El hombre lagarto se giró ante sus compañeros y emitió unos sonidos siseantes. Los cinco hombres lagarto parecieron salir de la sala en penumbras en la que se encontraban dejando a Amelia a solas con Álvaro y el aparente líder de las criaturas.
[¡Yo no dije nada de color verde ni de escamas ni marines! Hala, ahora a lidiar con las lagartijas del espacio exterior... o de donde sean.]
[Si sale algo bueno de todo esto será de puñetera casualidad... Al final vais a conseguir hacerme llorar... ¿Eso es lo que queréis?]
— Álvaro, ¿estás seguro de esto? —le preguntó el hombre lagarto.
— No, pero no queda otro remedio. —Amelia les miraba estupefacta—. Ya tienes lo que querías, ahora hay que sacarla de aquí.
— Está bien, como quieras. —El líder de los supuestos alienígenas se quedó mirando a Amelia—. ¿Y cómo lo vas a hacer?
— Improvisaré —contestó Álvaro. Y sin previo aviso le dio un puñetazo en la cara al hombre lagarto que lo lanzó contra la pared, cayendo al suelo sin sentido. Comenzó a desabrochar las correas que mantenían a Amelia amarrada a la cama—. Rápido, tenemos poco tiempo.
— ¿Estás loco? ¿Qué te hace pensar que iré contigo a ninguna parte?
— ¿Prefieres quedarte aquí? —le inquirió mientras con un leve movimiento de cabeza señalaba el cuerpo inconsciente del hombre lagarto —. Yo voy a salir por patas. No tengo tiempo de explicártelo ahora.
Una vez acabó de desatar a Amelia, sacó una pistola que tenía escondida debajo de la camisa, a la espalda. Comprobó que estaba cargada y apuntó hacia el cuerpo caído del escamoso ser.
Amelia se estiró, desentumeciendo los músculos, pero sin perder de vista a Álvaro. Segundos más tarde, éste dejó de apuntar al ser y se dirigió a la puerta, poniendo la oreja en ella.
— Parece que el pasillo está despejado. ¿Estás lista?
[Hala, todo un ejército de de la resistencia convertida en un puñetazo y tentetieso y salir por patas. O sea, que Álvaro la ha llevado allí para luego huir de allí a base de ostias. Está claro, Álvaro es Chuck Norris.]
[Llevo una semana laboral dura de narices. Así que tendréis que disculparme si escribo alguna barbaridad. Este fragmento intentaré ser comedido.]
Álvaro entreabrió la puerta y se asomó al pasillo. La luz era tenue, las paredes grises y el único sonido que se oía era un molesto e ininterrumpido zumbido que debía de proceder de algún generador o algún otro tipo de maquinaria. Le hizo una señal a Amelia, y esta le siguió.
Una vez fuera avanzaron en fila, siempre pegados a la pared, buscando los lugares más oscuros. Amelia se sorprendió al no ver cámaras de seguridad. Por ello casi descartaba que se encontraran en las instalaciones centrales. Además, aquel sótano tenía una disposición casi laberíntica.
Pero Álvaro parecía conocer el camino, aunque avanzaba muy lentamente, poco a poco. Hasta que, al final de una esquina, encontraron una puerta custodiada por un militar de aspecto humano. Amelia guardó silencio y se quedó detrás de su compañero. Dejó que fuera Álvaro quien siguiera protagonizando la fuga.
Éste se guardó la pistola detrás y salió de la esquina, caminando tranquilamente. Comenzó a hablar al militar, en un idioma totalmente extraño, con sonidos guturales que, desde luego, Amelia no había oído jamás. El militar respondió en la misma lengua y sacó una llave y abrió la puerta que custodiaba. Entonces Álvaro, por detrás, le hizo una luxación en cuello y brazo derecho que le dejó sin respiración. En menos de treinta segundos, el militar cayó incosnciente y Álvaro lo dejó caer al suelo suavemente.
Cuando ambos salían por la puerta, se oyeron unos gritos por el pasillo. El primer inconsciente de Álvaro acababa de despertar. Una alarma acústica muy molesta comenzó a resonar por aquellos grises pasillos.
[Hombre, no le llames inconsciente, cómo te pasas con el pobre Álvaro...]
[Creo que ya llega el momento de ir metiendo el perrito bomba.]
Al cruzar la puerta, se encontraron en la parte trasera del edificio.
Fueron hacia el coche. Mientras corrían, Álvaro percibió el movimiento de dos hombres lagarto por la retaguardia. Se giró, les disparó resolutivamente y tras dos certeros impactos, éstos cayeron al suelo. Y siguió corriendo. Amelia estaba muy extrañada: aquél no parecía ser el Álvaro que ella conocía. Por una vez, ella no llevaba las riendas de la acción, y sólo le quedaba dejarse llevar.
Llegaron al coche, y se dispusieron a huir.

Dentro del edificio, el líder se recuperaba con ayuda de los suyos.
— ¡Álvaro se ha llevado a la chica y han salido huyendo por la puerta de atrás! —dijo uno de los suyos, exaltado.
— No hace falta que los sigáis, sabemos adónde van —dijo el líder, desde el suelo.
— Pero...
— Si ahora Amelia no confía en Álvaro, es que no es humana...
Se quedaron todos sorprendidos. El jefe esbozó una media sonrisa.
— Este chico, Álvaro. Es bueno, ¿eh?
[No sé qué nos deparará el destino pero sé lo que tengo que escribir. Lo veo claro.]
La luna brillaba incansable en el horizonte mientras la nave estelar real de los Ursakis, los que Amelia conocía como los hombres lagarto, cruzaba el cielo lentamente.
El rey de los Ursakis, Ometh, regía desde su salón, compuesto por vísceras de animales, a sus congéneres. Observaba la ciudad sobre la que volaban tranquilamente, sin que los humanos pudieran tan siquiera notarlos. La nave de la realeza disponía de un sistema de invisibilidad y una elevada tecnología que hacía que los rádares humanos no pudieran detectarlos. Aún así los pilotos preferían no elevar la velocidad ya que la fuerza que hacía falta para mover la nave podría destruir facilmente la ciudad sobre la que se encontraban.
Ometh profirió un sonido gutural y todos sus lacayos se postraron ante él. Y aquello no era raro pues Ometh rechazaba el diálogo sobre cualquier otra forma de comunicación. Que hablara implicaba que lo que iba a decir era Ley.
* Escuadrón 7, traed a la humana y al traidor. Y conseguid información del grupo de Beregath para proceder a su exterminio. *
[Ni que decir tiene que cuando ponemos * es que estamos hablando en Ursakis. xDDDDD]
[Te has quedado ancho, ¿eh?]

El coche, conducido por Álvaro, se dirigía hacia el norte, por lo que Amelia dedujo que no iban a coger la autopista. Y aunque habían salido a toda prisa, una vez avanzadas unas pocas manzanas, una vez hechos unos pocos giros, redujo la velocidad, aunque no sabía si era para no llamar la atención o porque había comprobado que no les seguían.
Le miró atentamente. No parecía asustado, ni nervioso. Tampoco sonreía.
— ¿Y bien? ¿Me vas a contar de una vez qué ocurre?
— Comprendo que todo esto te parece muy extraño...
— ¿Extraño? —El tono de Amelia reflejaba claramente su enfado—. Me encomiendan una misión ridícula, me obligan a tener un compañero, el que fue mi último compañero me echa de la carretera, disparan a mi nuevo compañero, tengo que volar por los aires mi tapadera, literalmente, atrapo a mi antiguo compañero y nuevo enemigo con la ayuda de mi ya no tan herido nuevo compañero, cuando estoy interrogando a mi antiguo compañero mi nuevo compañero me droga y me entrega a una raza de extraterrestres, para nada más despertar sacarme de allí... No es extraño, es lo que hago todos los días...
Ahora sí que Álvaro sonreía.
— Sí, comprendo que debes estar hecha un lío, pero no soy la persona más indicada para aclararte nada.
Detuvo el coche y aparcó. Amelia vio que se habían parado frente a un edificio de más de veinte plantas, con cristales negros.
— Aquí tendrás tus respuestas. Y tendrás que tomar unas cuantas decisiones...
[Esto se está convirtiendo en una road movie... o en una road to hell movie].
[¿Que esto se está convirtiendo en lo qué? ¿O en lo qué? Perdona mi incultancia, pero no sé de qué estás hablando...]
[Esto más bien es una terror movie... Bueno, lo prometido es deuda. Ahí van unas cuantas respuestas. Pero no todas, que si no esto perdería la gracia.]
— Dime, ¿cómo voy a confiar en ti? —decía Amelia—. ¿Me secuestras y luego me ayudas a escapar de los hombres lagarto? ¿Cómo sé que en realidad no has hecho todo esto para que crea que estás de mi parte? Curiosamente, me secuestraste cuando Augusto estaba a punto de explicarme algo importante.
Estaban en la planta décima del edificio de cristales negros, en un enorme y luminoso despacho de diseño sin apenas muebles. Amelia estaba en pie, mientras Ávaro se había sentado en un sofá que estaba al lado. Se había servido una copa de bourbon y parecía saborearlo.
— Entiendo tus dudas. Lo comprendo. Bueno, quizás sí que pueda darte unas cuantas respuestas, hasta que llegue aquél a quien estamos esperando.
Amelia decidió guardar silencio, a la espera que Álvaro por fin le dijera algo que fuera cierto.
— Bajo esta joven apariencia humana, soy tan lagarto como los que has visto. Somos Ursakis y llegamos aquí hace tanto tiempo como los Astarsis. En realidad, llegamos un poco antes. —Paró para beber un sorbo de su copa—. El motivo por el que te secuestré, es porque era la única manera de desactivar el rastreador que te colocaron cuando empezaste este trabajo. La tecnología Ursakis es extremadamente avanzada, y sólo en esa base tenía el aparato adecuado para desactivar dicho rastreador.
— ¿Entonces los has traicionado, por qué? —preguntó un tanto incrédula.
— Mis motivos son míos y sólo míos. Estabas investigando los asesinatos Astarsis por orden del Consejo. Y estabas empeñada en llegar a la, según tú, madriguera Astarsi. De tener éxito, hubieras llevado a los Ursakis hasta ellos.
— ¿Por qué ese interés por los Astarsis?
— Porque ellos son lo único que se interpone entre mi raza y los humanos. Los Astarsis son los únicos que pueden acabar con los míos. Los únicos que pueden impedir que os conquisten y os conviertan en comida.
— ¿Entonces el Consejo está del lado de los Ursakis? —seguía preguntando Amelia.
— Eso aún no lo he averiguado. Ni tampoco sé para quién trabaja realmente tu amigo Augusto.
— Augusto trabaja para la CIA. Eso lo sé.
— ¿Y para quién trabaja realmente esa división de la CIA? ¿Lo sabes con seguridad? Debes entender que los Ursakis llevamos más de sesenta años en la Tierra. Nos ha dado tiempo de infiltrarnos en vuestra sociedad a todos los niveles, y de conseguir poderosos aliados humanos que creen que serán unos privilegiados en el nuevo régimen.
— ¿Y tú para quién trabajas? ¿Ante quién respondes realmente?
Álvaro giró la cabeza hacia la puerta, al tiempo que esta se abría, y una persona hizo su entrada.

Capítulo Seis

Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Amelia.
Conocía a ese hombre.
Hacía más de veinte años que le había visto por primera y última vez, pero jamás le había podido olvidar. Recordaba muy bien el magnífico automóvil en el que habían llegado a aquella mansión. Era demasiado joven para identificar el modelo, pero recordaba que era de corte clásico y la carrocería era negra brillante, y la estatuilla de la mujer con alas del capó se le había quedado grabada en la mente al pasar a su lado. Había querido tocarla, pero su madre había tirado de ella y se lo había impedido. Le apretaba con fuerza su mano, hasta hacerle daño. Sin embargo, no se quejaba.
Siempre había creído que era su madre. Ahora lo dudaba, porque ¿podía una madre hacer lo que ella estaba a punto de hacer?
Tal vez sólo era la mañana gris ceniza con la que se habían levantado, pero el edificio al que se aproximaban con paso apresurado tenía un aspecto siniestro. De estilo señorial, tres pisos de altura, con la fachada de piedra gris y grandes ventanas, parecía invitarlas a salir de allí sin mirar atrás.
Los tacones de la mujer resonaron sobre el suelo de cemento hasta que se detuvieron frente al hombre que las esperaba. Era alto y delgado, tenía el pelo gris, y una fea verruga en el mentón. Sus ojos hundidos, de color azul cristalino, la miraron con curiosidad. La mujer apretó aún más su mano.
— ¿Seguro que estará bien?
— En ningún otro sitio podría estar mejor que aquí. Ella es especial. Aquí la adiestraremos y le enseñaremos todo lo que necesita saber. Debe estar preparada para lo que vendrá en el futuro. Conocerá a otros como ella y no volverá a sentirse distinta. Te gustará no estar sola, ¿verdad, Amelia? —El hombre le acarició levemente la mejilla, muy cerca de una de las cicatrices que le cruzaban la cara.
No le gustó el contacto.
— Mamá, ¿quién es este señor? ¿Por qué me llama así?
— A partir de hoy Amelia será tu nombre —respondió la mujer sin ni siquiera mirarla—. ¿Podré volver a verla?
— Sabes que no. Es por su seguridad.
La mujer había vacilado un instante, como si le costara desprenderse de ella.
Amelia estaba segura de que el hombre había esbozado una sonrisa cuando la mujer la entregó. Al cogerle de la mano notó sus dedos huesudos, y su piel era fría como el hielo.
¡Grande Eowyn! Me has dado ganas de poner a Charles Xavier...
No hubo más despedidas. La chica siguió al hombre hasta la puerta principal donde la figura de un llamador en forma de lagarto descansaba. Detrás suyo, el sonido de un motor que se ponía en marcha y, al poco, el automóvil era una figura fantasma en la lejanía. Amelia y el hombre avanzaron por una red de pasillos tras pasar por la pesada puerta principal. La chica miró en una y otra dirección pero la oscuridad rechazaba siempre su visión. No se escuchaba ningún sonido. La casa, en sí, era como una tumba: húmeda, fría y silenciosa.
La niña, que había intentado fijarse en el camino que recorrían, pronto estuvo completamente perdida. Habían bajado, subido, torcido a derecha e izquierda como en unas veinte ocasiones. ¿Acaso la casa parecía tan grande desde fuera?
Amelia intentó hablar pero las palabras murieron en su garganta antes de ser pronunciadas. Un sonido había venido a ella, desde su espalda. Cuando lo escuchó el pelo de su nuca se erizó y apretó con más fuerza la mano del hombre, muerta de miedo. Y el hombre lo único que hizo fue sonreír.
— Gonzalo, me traes la última, ¿verdad? —dijo una voz proveniente del fondo del pasillo.
Mientras, los dos se acercaban allí. De la estancia provenía algo de luz que permitía ir vislumbrando una habitación con la puerta abierta.
— No tengas miedo, pequeña —dijo un hombre mayor, de larga barba gris, sentado detrás de una mesa antigua de madera donde los papeles se agolpaban, y con una lámpara responsable de toda la iluminación del entorno.
Gonzalo acercó a Amelia delante de la mesa, y el hombre mayor se incorporó para recibirla, con una amable sonrisa.
— ¿Cuál es tu nombre, pequeña?
Ella dudó un momento, y miró disimuladamente a Gonzalo, a cuya mano seguía agarrada.
— Amelia —contestó.
El hombre mayor se reclinó en su silla, y lanzó una mirada de aprobación a Gonzalo, sonriendo satisfecho.
— Eres una chica lista. Bueno, aquí tendrás tu propia habitación, que compartirás con tu nueva compañera, Alicia. Gonzalo te llevará a tu habitación, y te pondrá al corriente de cómo es la vida con nosotros.
El hombre se levantó, no sin esfuerzo, y se acercó a Amelia. Agachándose un poco, le colocó un juego de llaves a Amelia en la mano, y se la cerró cariñosamente.
— No las pierdas, ¿eh? —le dijo, dejando salir un pequeño esbozo de risa de su dentadura incompleta.
Este flashback va a ser tan largo que lo que pasará en realidad es que el principio era un flashforward.
[¿Qué demonios se supone que tiene que aprender Amelia en la mansión señorial esta? Pues lo siento, pero no pienso responder a ninguna de las preguntas. Es más, a ver si lío un poco más la trama.]
Amelia miraba el juego de llaves con curiosidad. Se trataba de un pequeño aro y en él había tres llaves. Una de ellas era pequeña, otra mediana y otra de tamaño bastante grande. Antes que pudiera preguntar para qué eran esas llaves, Gonzalo ya la estaba estirando fuera de la habitación del hombre de la barba gris. Éste último no dijo nada más antes que la niña fuera apartada de su vista.
Gonzalo estiraba de su mano, parecía que de repente le había entrado prisa. Subieron unas escaleras en forma de espiral y luego amanecieron en un largo y oscuro pasillo. La hizo sentar en un banco de madera que había al principio del pasillo.
— Quédate aquí, pronto vendrán a buscarte. ¿Me has entendido? —Esto último lo dijo clavando en ella sus hundidos ojos azul cristalino.
Ella alzó la vista hacia él y contestó afirmativamente con un gesto de la cabeza. Tenía miedo, estaba aterrada, y Gustavo abandonó el pasillo dejándola totalmente sola. Apenas pasaron unos minutos que oyó unos pasos ligeros caminar hacia ella. Por el mismo lugar que había llegado ella, apareció un chico que se detuvo a su altura.
Era más mayor que ella y era muy alto. Aunque aún era delgado, empezaba a tener las espaldas anchas. Estaba sudado como si viniera de hacer deporte. Se tocó su pelo negro y enmarañado intentando en vano echarlo hacia atrás, y la miró con curiosidad.
— ¿Eres nueva? —Ella contestó que sí con la cabeza—. Y déjame adivinar, estás asustada. Y encima se te ha comido la lengua un gato negro —dijo al ver que contestaba con la cabeza por segunda vez.
— ¿Por qué negro? —se extrañó ella hablando por primera vez.
— Porque los gatos que se comen las lenguas de las niñas siempre son negros.
Ella se rió, pero bajó la vista al suelo cuando él la miró a los ojos. Le daba vergüenza su rostro, sabía que sus cicatrices la convertían en un monstruo. Él se agachó delante de ella, puso la mano en su barbilla y le hizo levantar la cabeza.
— ¿Tienes o no tienes nombre?
— Amelia —contestó tímidamente al fin.
— Yo me llamo Augusto.
El chico le tendió la mano.
— ¿Vienes conmigo?
Amelia se bajó del banco, despacio, y se puso al lado del chico, pero no le dio la mano. Avanzaron por el pasillo oscuro, lleno de puertas.
De detrás de cada puerta se oían diferentes sonidos, que no podía definir. Del interior de una de las habitaciones surgió un ruido grave y muy fuerte, una mezcla entre el rugido de un gran animal y el sonido que hacía una caldera vieja al arrancar. Ese ruido la sobresaltó, y unos pasos más adelante descubrió que se había acercado más a Augusto y le había dado la mano.
— Ya llegamos, tranquila —Algo en la voz de ese chico la tranquilizaba un poco, le daba seguridad.
— ¿Tengo que quedarme mucho tiempo aquí? —preguntó intentando ocultar su nerviosismo.
— No te sé decir. Yo llegué cuando era más pequeño que tú, casi ni me acuerdo ya.
Se acercaban al final de largo pasillo, a una puerta aparentemente sin pomo, y vio cómo Augusto tocaba en una zona de la misma y se abría, dejándolos ciegos por un momento, dada la cantidad de luz de salía de la apertura.
Una vez se acostumbraron sus ojos, Amelia descubrió que no entraban a ninguna habitación, sino que salían a un patio enorme, con árboles, columpios y, lo que era más importante, otros niños. Gritos de unos niños que aparentemente estaban jugando a perseguirse, canciones de unas niñas que jugaban a la comba, silbidos de otros que estaban jugando con una pelota. Estos y otra serie de sonidos similares inundaron los oídos de Amelia, que le hizo olvidarse por un momento de quién era, de lo mal que lo había pasado, del miedo que había pasado, y lo sustituyó todo por una sonrisa.
La voz ronca del anciano la sacó de sus recuerdos.
— Es bueno volver a verte, Amelia.
Ella no pensaba lo mismo. La última vez que había aparecido en su vida, las cosas habían cambiado mucho.
Le siguió con la vista hasta que se sentó en un cómodo sillón cerca de Álvaro.
— ¿No tomas asiento?
— Estoy bien así, gracias.
— Tú siempre tan… rebelde.
— ¿Qué significa esto? —preguntó Amelia, mirando indistintamente a uno y a otro. Le daba igual quién de los dos hablara. Lo que necesitaba eran respuestas.
— No te preocupes. Pronto lo comprenderás todo. He seguido con interés cada uno de tus pasos desde que llegaste a nosotros, y te aseguro que has sido una de las mejores alumnas. No todos han sobrevivido.
— ¿Todos?
— Sois el resultado de décadas de investigación, de frustrantes años de prueba y error hasta que dimos con la fórmula adecuada. Muchas generaciones desaparecieron debido a múltiples causas: desarrollo defectuoso, falta de adaptación, hipersensibilidad a sustancias exclusivas de la Tierra… pero ahora podemos estar seguros de que aún hay esperanza. Los Ursakis saben que podríais hacer peligrar su ansiado futuro de dominación de la raza humana. Se han preparado durante años para este momento, y no están dispuestos a que nadie se interponga en su camino, ni los Astarsis, ni vosotros…
— Pero ¿por qué precisamente ahora?
— Porque es ahora cuando van a hacer uso del arma más poderosa que haya sido creada jamás. Un arma a la que ningún humano podrá resistirse.
— O eso creen ellos —añadió Álvaro.
Amelia seguía sin comprender nada. Y además le asaltaba una nueva duda: comenzaba a creer que no era una casualidad que nunca le hubieran dado miedo las serpientes. Como la cobra en posición de ataque que acababa de identificar en una fotografía colgada en la pared detrás del anciano. Era una imagen extraña. Era solo un conjunto de líneas ondulantes grabadas en la superficie de un terreno desértico. La sombra de la avioneta desde la que había sido tomada la foto parecía un pequeño insecto a su lado.
[Momento Apocalipsis]
— ¿Te gusta la foto? —preguntó el anciano con los ojos clavados en los de Amelia.
La mujer de las cicatrices dibujó una media sonrisa en su cara.
— Sabes que no. Odio las serpientes.
— Ella es Amantissa, o también apodada "Diosa Madre".
Amelia arrancó la foto de la pared.
— ¿Es el arma?
El anciano negó con la cabeza.
— Esto es Egipto —reconoció Amelia—. ¿Puede ser el Valle de los Reyes?
Álvaro miró a Amelia, sorprendido, mientras el anciano ahora asentía.
— ¿Cómo...? —comenzó a preguntar Álvaro.
— Estuve allí con Augusto —explicó la mujer—, cuando éramos niños...
— ¿No te acuerdas lo que hicisteis allí? —interrumpió la voz ronca del anciano.
Amelia intentó recordarlo. Por unos momentos viajó a aquel lugar, a aquel calor sofocante, al bullicio de la gente y... Al terror. Se acordó del miedo que había sentido y del dolor punzante, de las fiebres y de las mordeduras de serpiente.
Se acordó de los hombres que los habían encerrado en aquel valle desértico.
Niños solos y asustados con millares de serpientes venenosas. Muchos de aquellos niños no lograron sobrevivir... ¿Cómo había permanecido ese recuerdo tanto tiempo encerrado en su mente? ¿Cómo era posible que aquel secreto permaneciera inamovible en su mente?
Amelia cerró su puño y miró encolerizada al anciano. Él había sido el que los había encerrado en aquel valle para que murieran. Él había sido el cabecilla de todo.
Era cusioso el porqué su mente no paraba de pensar en serpientes. Y cómo su mente había relacionado aquellas serpientes con los sentimientos que tenía hacia aquel viejo, Gonzalo. No le daban miedo las serpientes, las odiaba. Igual que con Gonzalo; no le daba miedo, pero el hecho de verle allí hablándole le producía una ira irrefrenable.
Y de repente, en mitad de todo aquel odio, de aquella ira, cuando parecía que la única via era estallar, le sucedió lo impensable. Todos aquellos sentimientos desaparecieron de golpe, dejando paso a una calma y una paz interior impensables. La serenidad acababa de vencer. A pesar que allí estuviera Gonzalo, a pesar de recordar Egipto, a pesar de todo...
— Déjate de rodeos —le dijo a su antiguo mentor—. No sé qué estás intentando, pero no va a funcionar, no vas a torturarme con esos oscuros recuerdos. Ese era tu sistema de control, hacernos vulnerables, débiles. Asesinos natos convertidos en simples ratones ante tu mirada. Tú eres la serpiente, Gonzalo.
— No, Amelia. Yo soy el encantador de serpientes. Vosotros sois las serpientes, y muy venenosas y peligrosas.
— No va a funcionar. Hace tiempo que vencí ese control. No voy a ser débil ante ti.
— No pretendo controlarte, Amelia —contestó sonriendo—. Es hora que cumpláis vuestro trabajo. Es hora de liberar a las serpientes, que muerdan, ataquen, coman. Porque vosotros sois las serpientes, y los Ursakis los simples ratoncillos.
[Ahora resulta que los lagartos son ratones. Y Amelia es, entre otras, una serpiente dormida. Y las mariposas son tiburones, ya puestos... ¿En qué estabas pensando? ¿Y qué diablos es "cusioso"?]
[Esto es lo que se llama sobrecompensación: como no lo habíamos nombrado anteriormente, ahora hay que nombrar a Gonzalo 4 veces en el mismo capítulo. Muy cusioso...]
— ¿Qué pinta él en esto? —Ladeó ligeramente la cabeza en dirección a Álvaro, que seguía cómodamente sentado en el sillón, sin dejar de sonreír.
— Digamos que es un ratón que se ha convertido en serpiente —respondió Gonzalo. Y añadió dirigiéndose a Álvaro—. ¿No es así?
— Digamos que sí.
La mirada de Amelia alternaba entre Gonzalo y Álvaro. Sabía que había algo que no le estaban contando, pero también sabía que debía seguirles el juego, ya que no tenía muchas más opciones, por lo menos en este momento.
— Y según tú, ¿cuál es el trabajo para el que fui creada? ¿Matar Ursakis? Es lo que he estado haciendo la mayor parte de mi vida adulta. ¿Qué ha cambiado? ¿Por qué ahora? Podrías haber dejado que siguiera haciendo "mi trabajo".
— Tengo un trabajo especial para ti. Un trabajo para ambos, de hecho, ya que necesitarás a Álvaro en esto.
— ¿Un trabajo especial?
— Sí, algo que podría hacer que acabara la guerra definitivamente.
Gonzalo se quedó esperando la respuesta de Amelia, pero ya la sabía de antemano. Por algo era el encantador de serpientes.
[¡Álvaro digievoluciona!]
[Aquí hay mucha tela que cortar.]
— ¿Algo que acabaría la guerra? ¿A costa de qué? —respondió Amelia, revisando las imágenes que poblaban las paredes de la estancia.
— Bueno, si falláis, será a costa de vosotros, y la guerra continuará.
— Hay demasiadas facciones, demasiado en juego... tanto que, lo admito, ni yo misma veo todos los hilos que manejan este tinglado. Por lo visto, Gonzalo, tú sí los conoces. Pero me niego a continuar trabajando para ti, ni para nadie, sin saber lo que me espera a mí, o lo que le nos espera a todos.
— Es razonable —dijo Álvaro—. ¿Qué quieres tú? ¿Qué es lo que te gustaría que ocurriera, Amelia? Ten por seguro que serías una pieza importante si conseguimos dar al mundo el vuelco que necesita.
— Por lo visto tú también sabes lo que necesita el mundo. ¿No será lo que necesitas tú? ¿Qué es lo que quieres ? Por un lado, eres un Ursaki. Eso no lo puedes borrar. Y si vosotros estáis tan infiltrados en la sociedad, ¿por qué traicionar a los tuyos para colaborar con los humanos? ¿Qué pasará cuando eliminemos a vuestros enemigos, los Astarsis? ¿Será entonces cuando empecéis con nosotros, los humanos? Mi instinto me dice que debería mataros a la mínima oportunidad.
— Como ves, Álvaro, Amelia tiene un buen instinto —bromeó Gonzalo—. Pero, ¿qué te hace pensar que eres enteramente humana?
[Sí que hay mucho que cortar, sí... Capítulos enteros cortaría yo :P]

Capítulo Siete

El último miembro del Consejo entró en la sala, que como era costumbre estaba iluminada solo parcialmente, con un foco encima de cada asiento. Después de las disculpas proferidas por la persona que llegaba tarde y de las miradas de desaprobación de los que llevaban más de media hora esperando, comenzó la asamblea.
— Miembros del Consejo —El que hablaba era el presidente, la persona de más edad—, estimados colegas, hemos sido convocados a esta reunión extraordinaria y en su totalidad nos presentamos. Así que, dados los recientes acontecimientos, si no hay objeciones comenzaría de inmediato la reunión.
Por supuesto no hubo objeciones, solo algún murmullo que el presidente ignoró por completo.
— En primer lugar, instaría al miembro que nos ha convocado a que expresara el motivo de la urgencia.
Pasó la mirada por todos los miembros, pero ninguno de ellos parecía dispuesto a tomar la palabra.
— Señores —En su voz se notaba crecer la irritación—, nuestro tiempo es demasiado preciado como para perderlo.
Desconcertados, se sucedieron las miradas acusadoras entre todos.
De repente, el suelo comenzó a temblar, y las miradas de desconcierto se tornaron en miradas de comprensión y temor. La vibración se intensificó. Algunos de los miembros se levantaron rápidamente, volcando sus sillas y dirigiéndose a toda prisa a la salida más cercana. Sin embargo ninguno llegó a tocar el pomo de ninguna puerta.
Parte del techo cedió, dejando entrar un chorro de luz que inundó la sala, dejando por un momento cegados a los presentes, e inmediatamente después calcinados.

La nave de los Ursakis, invisible y silenciosa, se alejó de la zona sin prisa.
[Qué ganas tenía de hacer algo así... :P]
[Me parece bien. Ya vale de añadir tanto personaje, habrá que eliminar alguno... y si son varios de golpe, ¡mucho mejor!]

Unos dedos surgieron de entre las cenizas, moviéndose lentamente, como si su fuerza estuviera volviendo poco a poco a los músculos. No eran unos dedos normales. Solo había cuatro en cada mano, eran largos, con uñas oscuras y afiladas que podían matar a un humano de un solo golpe, como el zarpazo de un oso.
Siguió el resto del brazo de un ser que no parecía de este mundo. Con más de dos metros de estatura, fibroso y atlético, su piel tampoco era normal: brillante y gruesa, recordaba a la de las salamandras por su color negro y amarillo dibujando ondas a lo largo de todo su cuerpo.
Un líquido amarillento brotaba de una herida en la frente. Se pasó una mano por los ojos negros, grandes y ovalados, que ocupaban gran parte de su extraño rostro. Aún estaba algo aturdido, pero eso no le impidió apartar bruscamente los escombros y ponerse en pie. Lleno de una furia creciente, contempló la desolación a su alrededor. Sus años de infiltración le habían enseñado que los humanos eran terriblemente lentos y estúpidos… Aún no eran conscientes del inmenso poder destructor de los Ursakis, no sabían quién era el verdadero enemigo. La cuenta atrás había comenzado, y el tiempo se acababa. La nueva generación estaba lista, pero se hallaban dispersos y ni siquiera ellos sabían lo que eran capaces de hacer. Era hora de movilizar a los Astarsis.
Cuando estaba a punto de abandonar las ruinas en las que se había convertido el Consejo, un ruido a sus espaldas le hizo volver la cabeza.
[Negro y amarillo dibujando ondas, cuatro dedos... ¡Es la abeja de Los Simpsons! ¡Ay chihuahua!]
[Definitivamente los llamaremos Astarsiterminators...]
[Un nombre afortunado donde los haya.]
Algo se movió bajo unos escombros. El ser no se extrañó y se acercó lentamente, ya que estaba terriblemente debilitado. Movió una losa como pudo, luego empujó un trozo de hormigón, y creó un hueco por el que pudo ver el rostro de otro Astarsi. Al instante notó que estaba agonizando.
Creía que había sido el único superviviente de los tres Astarsis que estaban en aquella misma sala. Habían tardado demaisado en comprender que aquella reunión había sido una trampa. En los instanstes previos al ataque los tres Astarsis se habían mirado y habían entendido su error, y que si morían los tres allí, el resto estarían condenados.
Así que, en décimas de segundo, eligieron quién de los tres saldría de allí con vida: el de mayor rango, el más antiguo; ese tipo de decisión estaba escrito en su código genético. Por ello los otros dos se habían concentrado y habían traspasado toda su energía al elegido. Utilizando esa habilidad la piel de un Astarsi se endurecía temporalmente, aislando y protegiendo sus órganos de los proyectiles y las temperaturas extremas. Ellos lo conocían como la piel diamantina.
Estaba claro que el Astarsi agonizante no se había atrevido a utilizar toda su energía, que le había podido el temor. Y que, consciente o inconscientemente, no tan sólo no había enviado toda su energía al elegido, sino que había absorbido parte del otro Astarsi, y por ello había sobrevivido a pesar de las heridas. Eso significaba que era un Astarsi débil, que no merecía vivir.
El agonizante no dijo nada, no podía hablar. Sus ojos estaban calcinados, no veían nada. Sólo intentaba mover las extremidades atrapadas entre los escombros. Pero el superviviente no sintió ninguna compasión. Su miedo casi le había costado la vida a él. Y si todos los Astarsis hubieran muerto en aquella sala, ¿quién se habría encargado de movilizar a los que están repartidos por el resto del planeta?
El superviviente alzó sus garras y las hundió en la cara del cobarde, acabando así con su agonía. Luego, como debía recuperar fuerzas, lo devoró sin dejar ningún rastro del mismo. Por los restos de su otro compañero no debía preocuparse, si había liberado toda su energía antes de morir, su cuerpo se habría convertido en cenizas.
Por último abandonó el lugar. Los Ursakis debían morir, y él sabía cómo.
[Sí, pero nosotros no.]
[*Marcha del Imperio Estelar* Como diría David esto es demaisado]
Ometh observó el terreno calcinado desde la nave, en la distancia, y al Astarsis que devoraba a su congénere.
*Señor, uno ha escapado.*
El Rey de los Ursakis giró en su trono, con los ojos frios y señaló al Astarsis que se alejaba.
*Entendido.* Respondió con un mensaje siseante el comandante en el cuadro de mandos mientras viraba la dirección.
La nave siguió en silencio al Astarsis, que caminaba con las máximas coberturas posibles. Miraba al cielo una y otra vez pero ningún ser era capaz de vislumbrar la nave tras los numerosos camuflajes bajo los que se encontraba.
Ometh supo que aquel individuo les llevaría hasta Beregath, y así aniquilaría al último reducto Astarsis y de rebeldes Ursakis en la Tierra. Tras esto, nada se interpondría en su plan y todas las materias primas y el planeta pasarían a ser controladas por el mismo Ometh.
El Astarsis cruzó un bosque frondoso. Ya estaba alejado de la ciudad donde un hervidero de luces y sonidos se presagiaba tras la desastrosa calcinación de uno de los edificios de la ciudad.
*¡Qué estúpidos animales!* Pensó Ometh mientras intentaba presagiar en como debería saber la carne humana...
[¿Vamos a tener que poner asteriscos cada vez que hable un fardacho interestelar de estos? ¡Me niego!]
El superviviente Astarsis se desplazaba lentamente, por lo que Ometh envió a una nave para controlar los movimientos del Astarsis, y dio orden de volver con la nave principal a su refugio.
Ometh se reunió en uno de los habitáculos de dicha nave con sus tres consejeros principales. En la mesa estaban sentados, junto a planos e innumerables papeles los hombres de confianza de Ometh.
El Consejero de Operaciones, Bron, con una larga carrera iniciada como militar en las Fuerzas Armadas, donde ostentó el grado de Coronel antes de dedicarse en cuerpo y alma a la causa Ursakis. En la operación del ataque al Consejo, Bron fue responsable de la logística, la dirección y los detalles prácticos.
El Consejero Técnico, Algarnaac, había conducido los desarrollos tecnológicos Ursakis durante los últimos 15 años.
El Consejero Económico, SolÞik, con enciclopédicos conocimientos socioeconómicos e importantes conexiones en los círculos académicos y financieros, habiendo publicado varios libros de economía y siendo relativamente conocido en la sociedad por promover ideas económicamente sociales bajo el seudónimo de Pedro Soldevilla.
Los tres lugartenientes formaban el brazo ejecutor de las ideas megalómanas que Ometh había inculcado en su especie.
El rey de los Ursakis observó con detenimiento a cada uno de los allí presentes. A pesar del éxito que había supuesto la destrucción del Consejo, el mayor obstáculo en sus planes hasta el momento, presentía malas noticias.
Algarnaac no pudo resistir su penetrante mirada.
*¿Qué tienes que comunicarme?*, siseó Ometh.
*Señor, me temo que la fecha prevista para el ataque masivo a la población ha de ser retrasada. Ha desaparecido casi la totalidad del componente activador de la mezcla final y va a llevar un tiempo producirla de nuevo.*
*¿Cómo que ha desaparecido? ¿No ordené que se guardara en condiciones de máxima seguridad?*
*Sí, señor. Así lo hicimos. Creemos que fue sustraído por el traidor Álvaro.*
El puño de Ometh golpeó con tremenda fuerza sobre la mesa.
*¡Ese maldito traidor ya debería estar muerto!*
*Con el debido respeto, discrepo, señor*, intervino el Consejero Bron. * Álvaro nos puede ser aún de mucha ayuda para localizar a los Astarsis supervivientes… y a los híbridos.*
Ometh entrecerró los ojos al comprender que Bron estaba en lo cierto. Debían ocuparse con urgencia de ese asunto. Era un asunto que le ponía de muy mal humor.
*¿Se sabe algo nuevo sobre los híbridos?*
*No, señor. Pero estamos en ello. Es posible que la chica nos conduzca a los demás… creemos que Gonzalo ha contactado con ella y que los está reuniendo de nuevo.*
Ometh apretó los dientes al oír ese nombre. Lo odiaba profundamente. Él era el responsable de gran parte de los problemas con los que se enfrentaban, y el causante de que hubiera tenido que prescindir del antiguo Consejero Técnico años atrás. El Consejero había sido incapaz de prever la traición de Gonzalo, quien había diseñado los primeros experimentos. Al principio solo se trataba de crear una raza más dócil, pero en algún momento Gonzalo había decidido seguir su propio camino y utilizar a los individuos resultantes para su propio fin. Durante años Ometh había intentado acabar con él, pero siempre se le había escapado entre los dedos. La chica había sido fácil de controlar, pues era la única de los especímenes marcados que no había sido exterminada. Pero los demás solo podían ser detectados por análisis genético, y eso no era nada fácil. No estaba seguro de hasta qué punto eran peligrosos, pero debían destruirlos a todos… cuanto antes.
*Bron, ocúpate personalmente de Gonzalo*, ordenó a su Consejero de Operaciones. Luego, dirigió una mirada amenazante a su Consejero Técnico. *No quiero más errores, Algarnaac. O tu destino será el mismo que el de tu predecesor. No diré más.*
El Astarsi superviviente llegó a su destino. La zona de los muelles siempre había sido su lugar preferido de la ciudad. Allí, se había establecido un lugar de reunión Astarsi, aunque hacía años que estaba en desuso. Sabía perfectamente que los Ursakis le estaban siguiendo y que debía deshacerse de ellos antes de contactar con sus congéneres, o los condenaría a todos a correr la misma suerte que el Consejo.
Utilizaba las sombras para avanzar, evitando cualquier mirada indiscreta. Llevaba tantos años utilizando la apariencia humana que tuvo que reconocerse a sí mismo que le faltaba práctica. Pero para un Astarsi, ser sigiloso es algo innato, así que no tardó mucho en moverse como lo harían las mismas sombras, en el más absoluto silencio.
En la parte más antigua del muelle, encontró el lugar de reunión. Se trataba de un carguero oxidado de nombre "Encuentro". Llevaba décadas atrapado entre otros barcos abandonados, que deberían haber sido desmantelados hacía mucho, pero que por diferente motivos se habían quedado en aquel cementerio marino.
Entró al carguero y se dirigió al Puente de Mando, donde encendió la radio. Aún funcionaba gracias a un generador alienígena que se mantenía activo en algún lugar del barco. Habló en idioma Astarsi y esperó respuesta, que tardó apenas cinco minutos en llegar.
— Aquí contacto de la resistencia, adelante.
— Aquí Astarsi. Soy Shillozhu, el Consejo ha sido exterminado.
— Eso son malas noticias —respondió la voz.
— Como máximo dirigente Astarsi del planeta Tierra, solicito audiencia con la resistencia humana. Ha llegado la hora de hacer un pacto.
— Por supuesto. Gonzalo estará encantado de reunirse con usted —contestó la voz visiblemente animada.
— Resistencia humana... —repitió Shillozhu en voz baja—. No creas que no he reconocido tu voz, traidor Ursaki. Álvaro, aún tenemos cosas pendientes.
— Claro, cuando nos veamos.
La comunicación se cortó. El Astarsi desconectó la radio y la inutilizó. Luego bajó hasta la zona de carga; sabía que un equipo Ursaki no tardaría mucho en llegar. Abrió un contenedor cerrado y allí encontró una bomba, la cual activó. Posteriormente abrió una escotilla, la selló, la inundó, y salió al agua.
Allí, en el líquido elemento original, durante unos segundos se sintió libre, sin atadura, sin obligaciones.
Cuando se alejaba del barco buceando, ausente a toda interminable guerra, el barco explotó. El equipo de asalto Ursaki estaba muerto.
[¿Hemos vuelto? No lo sé, quizás. Pero mientras lo decidimos, aquí va esto.]
Tres furgonetas grises, y una blanco oscuro, se presentaron en el muelle seis minutos, diecinueve segundos y trecientas setenta y cuatro milésimas de segundo después de la explosión, aproximadamente. Antes no era, eso seguro. De las tres furgonetas grises se bajaron varios equipos, como unos tres, de reconocimiento y recogida de pruebas, que sin perder el tiempo comenzaron su trabajo de, sí, de reconocimiento de la zona y de recogida de pruebas en la zona. De la furgoneta de color blanco oscuro se bajaron tres payasos. Fue un momento tenso.
Todos los agentes se giraron a mirarlos y se quedaron parados en su sitio. Se oyeron unas toses.
— ¡Estoooo, ¿no se celebra aquí una fiesta de cumpleaños?! —le gritó uno de los payasos al agente que tenía más cerca. Le gritó porque era sordo. El payaso. Afortunadamente el agente también, y le vino bien que le gritara. Aún así no le contestó.
— Tío, tío, tío —le dijo al primer payaso uno de los otros, al parecer su sobrino—, me da que nos hemos equivocado de sitio.
— ¡¿Estás seguro?! —le replicó sarcásticamente y a grito pelado el primero—. ¡¿En qué lo has notado?!
— En que no hay globos.
Por su parte los agentes se mantenían en sus puestos. Eran equipos de reconocimiento y recogida de pruebas, no habían pensado que fueran a necesitar equipos de desalojo de payasos y no había ido ninguno. Inseguros sobre el procedimiento a seguir, esperaron. Uno de los payasos, el que aún no había dicho nada, siguió sin decir nada. Pero metió la mano en un bolsillo.
Todos los agentes, menos uno que estaba jugando con el móvil, sacaron rápidamente sus armas y apuntaron con ellas a los payasos. El que no había dicho nada, que seguía sin decir nada, sacó lentamente la mano del bolsillo, pero no la sacó vacía. En ella llevaba un instrumento en parte metálico, con el que también lentamente apuntó a los agentes. Pulsó un extremo de ese instrumento y sonó un fuerte bocinazo. Faltó poco para que los acribillaran.
El payaso sordo, después del sobresalto, se giró, se quitó uno de los zapatones y comentó a arrearle en la cabeza con él mientras lo empujaba hacia la furgoneta de color negro claro. Perdón, blanco oscuro. A veces los confundo.
— ¡Tira, tira, anda! —le gritó entre zapatazo y zapatazo—. ¡Eso me pasa por hacerle caso a mi mujer! —Se subieron los payasos y arrancaron la furgoneta—. ¡"Llevate a mi hermano, que se aburre". ¿Quién me manda hacerle caso a la muy...?! —Su voz se fue perdiendo mientras se alejaban de los muelles.
[Como no recordaba exactamente qué habíamos escrito (solo me he leído la última aportación de David), ni a quién le tocaba, he continuado yo y como me ha parecido. Y es lo que pienso hacer a partir de ahora.]
Uno de los agentes del equipo de reconocimiento y recogida de pruebas, el más alto, que parecía ser el jefe, hizo una señal a los demás para que guardaran sus armas. El peligro había pasado. Dando un suspiro, se dio la vuelta y al pasar al lado del agente que seguía jugando con el móvil, intentó reprimir el deseo de darle una colleja. Pero no lo consiguió.
— ¡Auuh! —gritó su subordinado, mientras el móvil parecía querer írsele de las manos. Acto seguido se frotó la parte de la cabeza que su compañero le había golpeado.
Otro, aún bajo los efectos de la ansiedad que le había producido la inquietante amenaza de un grupo de payasos armados con una bocina, sacó un cigarrillo y lo encendió. Pero a la primera calada los ojos se le inyectaron en sangre y la cara se le empezó a hinchar.
El agente de mayor estatura se plantó frente a él y esperó hasta que observó los primeros síntomas de asfixia. Entonces le arrancó el cigarrillo de la boca y lo tiró a la acera.
— ¿Pero es que no sabes que nosotros no podemos fumar?
Cuando el otro se recuperó de las toses y el color normal (es decir, algo grisáceo), retornó a su piel, contestó:
— Pero... a mí me dijeron que teníamos que imitar en todo a los humanos.
— Sí, claro, ¿y si los humanos se tiran por un puente, tú también te vas a tirar?
— Bueno...
En ese momento la sintonía de "El Equipo A" comenzó a sonar, y todos miraron alrededor preguntándose de dónde provenía.
El agente al que había propinado la colleja se acercó hasta él, ruborizado hasta las orejas, y mientras la sintonía no dejaba de sonar, le extendió el móvil.
— Es el jefe —dijo, con una tímida sonrisa.
[Quería probarme a mí misma que era capaz de escribir como Mike... Lo sé, no estoy a la altura. Pero seguiré intentándolo.]
[Si me vas a usar a mí como modelo a seguir lo llevas claro, muñeca, puedes acabar tan desquiciado como yo. ;-)]
[Se os ha ido cantidubidudida... ¿no?]
La voz de Gonzalo sonó a través del teléfono móvil. Era una voz tranquila, casi inexpresiva. Era uno de los líderes de los Astarsis y debía mantener la calma en todo momento. No debía dejar que las emociones que en aquel momento le embriagaban alteraran sus decisiones. Por eso cuando pidió la información a su agente contestó con tono seco. Quería saber si algún líder Ursakis había muerto en la explosión del barco. El agente le comentó que no se habían encontrado restos de nada más que escoria interplanetaria. Como siempre, los hombres de Ometh habían escapado en el último momento a la catástrofe. A Gonzalo le dio igual. Cuando colgó sabía que la guerra acabaría cuando Amelia fuera atrapada por los Ursakis. Entonces se desataría el infierno sobre aquella raza opresora y fascista. De un plumazo se libraría de Ometh y de los suyos, para el bien de los Astarsis y de toda la Galaxia. Por desgracia, los humanos no sobrevivirían. Les había cogido cariño. Pero poco.
[Fín de este cap. Supongo.]
[El capítulo no acaba hasta que no empieza otro :P]
De repente, notó cómo la habitación empezaba a inclinarse hacia la derecha. Instintivamente se agarró a su escritorio, pero este parecía estar de acuerdo con el resto de su despacho y también se inclinaba hacia el mismo lado. La vista se le comenzó a nublar, pero aún le dio tiempo a enfocar su vaso de whisky, medio lleno (la esperanza es lo último que se pierde). Maldijo su error de novato mientras caía, pero las palabras no llegaron a salir de su boca. Finalmente su cabeza golpeó el suelo, pero ya no lo sintió (aunque le iba a quedar un buen chichón).
De haber estado consciente habría visto abrirse la puerta, lentamente, y cómo alguien entraba en su despacho. De haber estado consciente se habría extrañado de que su secretaria, por no decir el personal de seguridad que vigilaba a través de las cámaras estratégicamente colocadas y ocultas, hubiera permitido a nadie atravesar su puerta sin permiso sin dar la alarma. De haber estado consciente habría reconocido al intruso, el cual se agachó a su lado y le miró atentamente varios segundos, como si estuviera tomando una decisión.
El intruso alargó su mano y comprobó el pulso de Gonzalo palpando con sus dedos índice y corazón la piel del cuello. Hizo un gesto de repugnancia al notar el tacto frío del viejo. Luego, levantó con cuidado sus párpados y comprobó que las pupilas estaban bien dilatadas, un gran círculo negro en el centro de sus ojos que le daban un aspecto... extraño.
Después, con parsimonia, abrió el maletín que había dejado encima de la mesa. Sacó la pistola de inyección y la dejó lista para ser cargada. Se puso unos guantes de látex y observó los viales dispuestos ordenadamente en la espuma gris que forraba el interior del maletín. Había un hueco vacío. Álvaro se había olvidado mencionar este detalle... trataría de sacarle la verdad a golpes la próxima vez que le viera. Mientras tanto, no importaba. Al menos tenía lo que quería. Los viales estaban marcados con unas letras que parecían hebreas o tal vez griegas... y el color del líquido que contenían era distinto en cada uno. Cogió el que estaba más a la derecha, de color púrpura, lo agitó, lo miró al trasluz, y lo colocó boca abajo en la pistola. Localizó el punto que le interesaba en el cuello de Gonzalo y apoyó con fuerza el cañón. Sabía que iba a ser doloroso. Muy doloroso. Por eso había tenido que sedarle... bueno, por eso, y porque jamás le habría permitido acercarse a él con un arma en la mano, aunque no fuera letal.
El cuerpo de Gonzalo dio un salto cuando apretó el gatillo. Se aseguró de que toda la dosis entrase sin problemas, retiró el vial vacío y devolvió la pistola a su sitio. Augusto se permitió a sí mismo sonreír por primera vez. La primera parte de su misión estaba cumplida.
[Me encanta cuando todas las piezas encajan (vale, casi todas)... Ni que lo hubieras hecho a posta, Mike].

Capítulo Ocho

[Tenéis razón, un capítulo no acaba hasta que empieza otro. Pues aquí va. Voy a alejarme un poco de los payasos, que me dan miedo. Menos mal que Eowyn nos ha dejado con un buen final...]
Los túneles apestaban a humedad, a podrido, a inmundicia y a todas aquellas indeseables cosas que todo ser humano tiraba por el retrete en una ciudad como aquella. Álvaro tuvo que taparse la nariz y la boca con la parte interna del codo, y aún así sintió unas náuseas terribles. A Amelia en cambio no pareció importarle, ni siquiera una muesca de asco asomó por su inexpresivo y duro rostro. A Álvaro se le hacía extraño verla sin su gabardina, pero ahora vestía de negro. Botas de caña alta, pantalones de campaña, chaqueta operativa y una pequeña mochila. Álvaro vestía de calle, como siempre, como un simple humano. Instantes antes de entrar allí no sabía a dónde iban, y maldijo en silencio a la investigadora por no avisarle. La maldijo casi al mismo tiempo que sus zapatos se llenaron de una sustancia viscosa, negra, que nadie en su sano juicio se habría atrevido a oler. Ella le miró de reojo.
— ¿Te parece normal bajar a las alcantarillas con esa ropa? —le preguntó con frialdad.
Y entonces Álvaro supo que ella se estaba vengando por todas sus mentiras. Sabía que las pagaría caras. Al fin y al cabo, ella era la serpiente. El arma secreta contra su propia raza.
— ¿Quieres decir que no te has perdido? —preguntó Álvaro.
— No.
El tono de la respuesta era poco amigable, pero se arriesgó a seguir preguntando.
— ¿Estás segura? Esa rata muerta me suena; o nos está siguiendo o ya hemos pasado antes por aquí.
— Cállate.
Amelia paró tan en seco que chocó con ella y salió rebotado hacia atrás. Por poco no perdió el equilibrio.
— ¡Eh! No es para ponerse así, yo solo mbhfgl... —Antes de acabar la frase Amelia se había girado a una velocidad asombrosa, le había tapado la boca y lo había atrapado contra la pared.
— No hagas ningún ruido —le susurró al oído—, creo que no estamos solos.
Álvaro agudizó el oído, pero solo conseguía oír sus propios latidos, acelerados por la proximidad de Amelia. El olor a menta que ella desprendía le mareaba y le excitaba al mismo tiempo, y ninguna de las dos cosas le convenían en ese momento. Hizo un gesto afirmativo con la cabeza indicando que iba a mantener el silencio, pero ella no retiró la mano ni se apartó de él.
Se le estaba haciendo eterno cuando oyó un chapoteo que procedía de la última intersección por la que habían pasado. Se llevó la mano al arma, pero no le dio tiempo a desenfundar. Justo antes de oírse el primer disparo Amelia lo empujó hacia el suelo al tiempo que se lanzaba contra la pared contraria, desenfundaba y disparaba contra la intersección. Álvaro no pudo hacer más que sacar la cabeza de las aguas residuales, escupir lo que fuera que le hubiera entrado en la boca y contemplar atónito la escena.
[Vaya, Mike, me congratula saber que no soy la única que tiene ideas inconexas... y amigos imaginarios].
Dos seres con forma de lagarto habían aparecido como de la nada y se aproximaban hacia ellos, sin importarles lo más mínimo las balas que salían del arma de Amelia ni el arrojo que la mujer siempre mostraba cada vez que la acorralaban.
— ¡Atrás!
La voz de Amelia resonó como un eco en los hediondos túneles, pero los Ursakis se miraron entre ellos y sonrieron con ironía.
— Tranquila... solo estamos interesados en el traidor.
Álvaro se puso torpemente en pie con el pelo lleno de inmundicias y tiró a Amelia de la manga.
— Creo que... deberíamos... correr.
Amelia retiró el brazo para deshacerse de la mano de Álvaro, volvió a apuntar y disparó. Juraría que algo había impactado cerca del hombro de uno de los lagartos, pero ni siquiera se había inmutado. "Mierda", pensó. Los habían descubierto demasiado pronto. Ahora jamás volvería a encontrar la entrada que había descubierto meses atrás. Comenzó a retroceder.
— No tenéis salida —les advirtió uno de los Ursaki—. Los demás ya han sido avisados.
Álvaro miró nerviosamente hacia atrás. La vía estaba libre... siempre que se dieran prisa. Estaba harto de que Amelia pensara que era un cobarde, pero había veces que la única solución era huir.

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