25 marzo 2011

Capítulo Uno

Guía de colores:
Silvano
MikeBSO
Xmariachi
David Loren Bielsa


El callejón se cernía en la más profunda oscuridad cuando dos ojos felinos irrumpieron entre las sombras, a sabiendas de que éstas no se iban a achantar rápidamente.
El gato callejero era de un hermoso color negro azabache y estaba hambriento. Su mirada hipnótica repasó el callejón hasta ver el platito que habitualmente estaba lleno de leche a estas horas. Sin embargo, aquella noche, nadie lo había llenado.
El platito se encontraba al lado de la puerta de atrás de un restaurante de la zona, barato y de escasa variedad en sus menús.
Fue entonces cuando reparó en los dos mocasines que sobresalían de entre las bolsas de basura, al lado de un enorme contenedor verde.
El gato maulló consciente del olor que se intentaba camuflar entre los restos podridos de comida. A aquellos mocasines les seguían dos piernas, inertes y olorosas.
Aunque estaba mezclado con otros tantos olores procedentes de los desperdicios, ese en concreto le era familiar. Así que tras echar un último vistazo al plato vacío, se acercó lenta, muy lentamente, al origen de ese olor.
De forma instintiva, como no podía ser de otra manera, no fue directamente, sino dando un rodeo, desde atrás. Con la cola en alto, con los músculos en tensión, con los sentidos agudizados, también por instinto.
Según se acercaba se intensificaban los olores. El conocido destacaba sobre los hedores que producía la basura. Olía a carne más o menos fresca, a pescado, a verduras pasadas, a leche ligeramente rancia. Eso hizo rugir sus tripas.
Pero por encima de todo, por encima de la pestilencia que rezumaban las bolsas, le llegó otro olor que también le era familiar. En otras circunstancias se habría acercado más, hasta encontrar la fuente.
El instinto se encargó de advertirle sobre ese olor en concreto, que le hizo arquear la espalda, soltar un bufido y echar a correr con una agilidad sorprendente para un gato tan escuálido.
El olor a sangre.
Petra conocía ese olor de sobra. No era la primera vez que, al sacar la basura del restaurante, se topaba con algo que no eran bolsas de basura. Pero Petra no hacía preguntas. Tras tantos años allí, había aprendido el secreto del oficio de camarera: escuchar bien y no hacer muchas preguntas.
Petra vivía en la parte de arriba del restaurante. Su ventana daba al callejón, pero siempre tenía puestos los visillos. No tenía ninguna intención de asomarse al callejón, ni de ser vista fisgoneando. Una vez oyó que, tres calles más abajo, hace seis años, mataron a un hombre por tener la poca fortuna de pasar al lado de un callejón donde dos hombres le ajustaban las cuentas a otro.
– Buenos días agente.
– Hola –dijo el policía dejando su gorro en la barra.
Echó una miradita al único cliente que habitaba las maltratadas mesas del restaurante, un hombre escuálido y poquita cosa. Éste pegó un sorbo a su café, cogió sus cosas y se largó, sin dejar de mirar, con miedo, al policía. 
– Vengo por un aviso –dijo por fin el policía cuando comprobó que se habían quedado solos.
– Antes que nada, agente, quiero dejar claro que no he sido testigo de nada y tampoco he tocado nada –comenzó de repente la camarera sin dejar de secar unos vasos.
– ¿Tocar el qué? Oiga, señora...
– Señorita, si no le importa.
El policía se secó el sudor de la frente, aquella iba a ser una noche muy calurosa y no pintaba muy bien. Su primer servicio había sido asistir a una señora de ochenta y tres años que se había quedado encerrada en el baño. Habían llamado los vecinos diciendo que se oían unos ruidos horripilantes en la casa de la señora López.
En su segundo servicio se encontraba con una camarera solterona, poco agraciada, que no le daba la impresión que les hubiera llamado por nada muy coherente.
– A ver, señorita –el policía tomó fuerzas antes de continuar–. El aviso que han dado es que podría ser que se hubiera cometido un crimen. ¿Me puede concretar qué clase de crimen?
– ¿Que qué clase de crimen? Pues el crimen que sale siempre en la tele. He visto dos zapatos en el callejón de atrás.
– ¿Y qué tiene eso de crimen? –preguntó de nuevo el agente a punto de perder la paciencia.
– Pues eso, dos zapatos que asoman, y no era un vagabundo durmiendo. No se olvida ese olor, ¿sabe? El olor a cadáver me refiero.
La puerta se abrió de repente irrumpiendo en la conversación como un vecino pesado e inesperado.
El agente se giró, desprevenido, mientras la última frase de Petra aún seguía en sus tímpanos. Una suave ráfaga de viento asoló el local. Menta.
Tras pocos segundos, una mujer en una cuidada gabardina entró en el recinto. De largo pelo rizado y pelirrojo, y tez blanquecina, más parecía un espectro en aquella hora tan temprana que un ser humano.
La mujer vio al agente y se acercó con pasos firmes y rápidos. Pasos que indicaban una seguridad indómita e inaplacable.
Cuando la escasa luz del recinto le iluminó la cara, el agente notó que un escalofrio le recorría la espalda. La mujer de la gabardina que, seguramente, había sido hermosa, ahora se encontraba marcada por dos horrendas cicatrices que le cruzaban la cara formando una X.
— ¿Petra, estás bien?
— Sí, pero me he llevado un susto de muerte.
— No me extraña.
— Me he puesto muy nerviosa y no sabía qué hacer.
— Tranquila, ya estoy aquí, y...
—¡Ejem...! —interrumpió el policía, temiendo que la conversación se hiciera eterna, como había visto ocurrir tantas veces entre otras tantas mujeres—. ¿Y usted es...?
— Amelia. Amelia Cortés —y dirigiéndose de nuevo a Petra, como si el policía hubiera sido una distracción sin importancia, continuó—. ¿Y qué le has dicho? Espero que hayas cerrado la boca como te dije que hicieras cuando me has llamado. En bastantes problemas te has metido ya como para añadir otro a la lista...
— ¡Disculpe, señora o señorita Cortés! —comenzaba a perder la paciencia, la poca que le quedaba tras aguantar primero los gritos de angustia, y luego los achuchones y los agradecimientos de la octogenaria señora López por "haberle salvado la vida"—. Está interfiriendo con una investigación policial, si hace el favor...
Amelia metió la mano en el interior de su gabardina, con una velocidad y decisión que pilló por sorpresa al policía. Sacó la mano igual de rápido, dirigiéndola a la cabeza del agente, que por puro reflejo llevó su mano a la cartuchera. Aunque reconoció para sus adentros que no le habría dado tiempo a desenfundar, apuntar y disparar si lo que la mujer había plantado frente a su cara fuera un revólver. Sin embargo, lo que esa mujer había puesto delante de sus ojos era una tarjeta en la que, tras unos breves segundos que necesitó para enfocar la vista, leyó "Amelia Cortés. Abogada".
— Bueno, señoras, ustedes me han traído aquí. Si no van a hacer una denuncia yo no puedo trabajar. Si tienen algún cadáver que enseñarme, estaré encantado de echarle un ojo.
— ¿Cadáver? ¿Qué cadáver? —se apresuró a cortarle Amelia.
— Su... amiga... o lo que sea, me ha dicho que hay un cadáver en el callejón. Ande, señorita, indíqueme dónde está ese maldito cadáver y terminemos con esto cuanto antes.
Amelia miraba fijamente a Petra, e intentaba inhibirla para que no hablara más de la cuenta. Después de que Petra cerrara la puerta de entrada del bar, los tres salieron al callejón.
— Como le decía, agente, aquí al lado de los cubos de basu... espere, pero, ¿dónde está? Agente... le juro que...
— Mire señorita, a estas alturas ya se habrá dado cuenta de que este barrio no es precisamente una hermandad jipi de amor y paz. Aquí se mata gente —dijo, mientras se ajustaba la gorra y se repasaba el uniforme—. Y como comprenderán, yo no tengo ningún interés en añadir un nuevo caso irresoluble a los que ya tengo. Así que si me permiten...
Petra seguía anonadada, mientras Amelia guardaba silencio mientras que el agente se alejaba por el callejón.
— No entiendo nada —seguía diciendo la camarera mientras comenzaba a rebuscar entre las bolsas de basura e incluso dentro de los cubos—... Lo he visto, lo he visto perfectamente...
— Petra, Petra —la abogada le cogió del brazo y la giró mirándola directamente a los ojos—. Escucha, aquí no hay nada. ¿Cuántas horas llevas trabajando hoy? A lo mejor era un vagabundo, u otra cosa.
— Estoy muy cansada —la camarera cada vez dudaba más de sí misma—... Lo siento, Amelia, no quería ser una molestia.
— Has hecho bien en avisarme, ¿para qué estamos las vecinas si no? Ya sabes que puedes contar conmigo para lo que quieras. Tengo el despacho delante de tu casa, eso tiene que tener alguna ventaja para ti.
Petra, cuando ya estuvo más convencida, entró en silencio en el bar-restaurante, pero para cerrarlo. De repente se encontraba muy cansada y confusa, y sentía la imperiosa necesidad de meterse en la cama.
Amelia se quedó un momento fuera y miró disimuladamente entre las bolsas de basura. Menos mal que Petra tenía bastantes problemas de miopía, incluso con las gafas que llevaba, dado que hacía dos años que tendría que haberles cambiado la graduación. La que decía ser abogada, movió una bolsa de basura y tapó una mancha de sangre que aún se veía. Luego cogió el teléfono móbil para hacer una llamada, pero una voz la interrumpió.
— Amelia, ¿qué haces? —era Petra de nuevo—. ¿Entras o no? Tengo que cerrar esta puerta.
— ¡Claro vecina! —dijo Amelia mostrando su mejor sonrisa. Sonrisa que quedaba desfigurada por las dos cicatrices que le cruzaban la cara.

* * *

No hay comentarios: