19 marzo 2011

Capítulo Uno (IV)

– Vengo por un aviso –dijo por fin el policía cuando comprobó que se habían quedado solos.
– Antes que nada, agente, quiero dejar claro que no he sido testigo de nada y tampoco he tocado nada –comenzó de repente la camarera sin dejar de secar unos vasos.
– ¿Tocar el qué? Oiga, señora...
– Señorita, si no le importa.
El policía se secó el sudor de la frente, aquella iba a ser una noche muy calurosa y no pintaba muy bien. Su primer servicio había sido asistir a una señora de ochenta y tres años que se había quedado encerrada en el baño. Habían llamado los vecinos diciendo que se oían unos ruidos horripilantes en la casa de la señora López.
En su segundo servicio se encontraba con una camarera solterona, poco agraciada, que no le daba la impresión que les hubiera llamado por nada muy coherente.
– A ver, señorita –el policía tomó fuerzas antes de continuar–. El aviso que han dado es que podría ser que se hubiera cometido un crimen. ¿Me puede concretar qué clase de crimen?
– ¿Que qué clase de crimen? Pues el crimen que sale siempre en la tele. He visto dos zapatos en el callejón de atrás.
– ¿Y qué tiene eso de crimen? –preguntó de nuevo el agente a punto de perder la paciencia.
– Pues eso, dos zapatos que asoman, y no era un vagabundo durmiendo. No se olvida ese olor, ¿sabe? El olor a cadáver me refiero.

17 marzo 2011

Capítulo Uno (III)

Petra conocía ese olor de sobra. No era la primera vez que, al sacar la basura del restaurante, se topaba con algo que no eran bolsas de basura. Pero Petra no hacía preguntas. Tras tantos años allí, había aprendido el secreto del oficio de camarera: escuchar bien y no hacer muchas preguntas.
Petra vivía en la parte de arriba del restaurante. Su ventana daba al callejón, pero siempre tenía puestos los visillos. No tenía ninguna intención de asomarse al callejón, ni de ser vista fisgoneando. Una vez oyó que, tres calles más abajo, hace seis años, mataron a un hombre por tener la poca fortuna de pasar al lado de un callejón donde dos hombres le ajustaban las cuentas a otro.
– Buenos días agente.
– Hola –dijo el policía dejando su gorro en la barra.
Echó una miradita al único cliente que habitaba las maltratadas mesas del restaurante, un hombre escuálido y poquita cosa. Éste pegó un sorbo a su café, cogió sus cosas y se largó, sin dejar de mirar, con miedo, al policía.

14 marzo 2011

Capítulo Uno (II)

De forma instintiva, como no podía ser de otra manera, no fue directamente, sino dando un rodeo, desde atrás. Con la cola en alto, con los músculos en tensión, con los sentidos agudizados, también por instinto.
Según se acercaba se intensificaban los olores. El conocido destacaba sobre los hedores que producía la basura. Olía a carne más o menos fresca, a pescado, a verduras pasadas, a leche ligeramente rancia. Eso hizo rugir sus tripas.
Pero por encima de todo, por encima de la pestilencia que rezumaban las bolsas, le llegó otro olor que también le era familiar. En otras circunstancias se habría acercado más, hasta encontrar la fuente.
El instinto se encargó de advertirle sobre ese olor en concreto, que le hizo arquear la espalda, soltar un bufido y echar a correr con una agilidad sorprendente para un gato tan escuálido.
El olor a sangre.

Capítulo Uno (I)

El callejón se cernía en la más profunda oscuridad cuando dos ojos felinos irrumpieron entre las sombras, a sabiendas de que éstas no se iban a achantar rápidamente.
El gato callejero era de un hermoso color negro azabache y estaba hambriento. Su mirada hipnótica repasó el callejón hasta ver el platito que habitualmente estaba lleno de leche a estas horas. Sin embargo, aquella noche, nadie lo había llenado.
El platito se encontraba al lado de la puerta de atrás de un restaurante de la zona, barato y de escasa variedad en sus menús.
Fue entonces cuando reparó en los dos mocasines que sobresalían de entre las bolsas de basura, al lado de un enorme contenedor verde.
El gato maulló consciente del olor que se intentaba camuflar entre los restos podridos de comida. A aquellos mocasines les seguían dos piernas, inertes y olorosas.
Aunque estaba mezclado con otros tantos olores procedentes de los desperdicios, ese en concreto le era familiar. Así que tras echar un último vistazo al plato vacío, se acercó lenta, muy lentamente, al origen de ese olor.