26 marzo 2011

Capítulo Dos

Guía de colores:
Silvano
MikeBSO
Xmariachi
David Loren Bielsa


El cuerpo rezumaba un líquido espeso, brillante, de cierto color amarillento.
Amelia se puso los guantes de goma mientras sus ojos realizaban la primera inspección del cadáver.
— Hombre joven, de unos veinte años —comenzó Amelia a constatar con su grabadora—. Caucásico, unos cuarenta kilos de peso. Presenta una grave desnutrición. Parece recubierto de un líquido amarillento. Las muestras se han enviado a analizar. Comienzo el examen.
Le abrió un párpado. Sus ojos estaban completamente negros. Carecían de iris.
— El iris ha desaparecido de sus ojos.
La mujer cogió unas pinzas y extrajo una pequeña astilla de uno de los ojos del cadáver.
— Encontrada astilla de escasos milímetros en el lagrimal derecho.
[Fer, Fer, Fer... Sabes lo mucho que te aprecio, que me caes bien, como una patada en los huevos, que es lo que te daré si me vuelves a hacer esto. ¿Rezuma líquido amarillento? ¿Ojos sin iris? ¿Astilla en el lagrimal? ¿? ¿Pero te has vuelto loco? Pues yo no pienso arreglar este desastre... Voy a intentar pasarle el marrón a Diego, que aunque no me cae tan mal, es el que va después (Diego, se siente. No mucho, pero se siente). En fin, a ver cómo salgo de esta...]
Introdujo la astilla en un pequeño bote de cristal y continuó su rutinario examen, levantando la cabeza del sujeto con ambas manos y con mucho cuidado.
— Al igual que los anteriores especímenes, presenta un cráneo ligeramente deforme, gelatinoso por la parte posterior...
"Amelia..."
Al principio le pareció un susurro que procedía de detrás de su cabeza. Una vez pasada esa primera impresión, así como el escalofrío que le recorrió la espalda, recordó dónde se encontraba. Depositó la cabeza del individuo de nuevo sobre la mesa, lentamente. La segunda llamada la oyó con mayor claridad.
"Amelia."
— Preferiría que no me llamaras así. Sabes que lo odio —le replicó a la voz que procedía de un altavoz situado en la pared que tenía detrás. Puso la grabadora en pausa.
"No es decisión tuya."
— Tiempo al tiempo —dijo con voz queda, lo suficientemente bajo para que no llegara al micrófono situado en el techo, aún a sabiendas que lo habría oído de todas formas—. ¿Qué quieres?
"Deja lo que sea que estés haciendo y preséntate ante el Consejo."
— Estoy en mitad de un...
"Lo siento si te ha parecido que te lo estaba pidiendo por favor."
— Ahora mismo voy.
Maldijo para sus adentros. Se quitó los guantes de mala gana, los tiró a un cubo, le echó un último vistazo al sujeto y se dirigió hacia la salida.
[¿Hacia la salida de qué, de dónde? No sé si os habéis dado cuenta de que no habéis dicho dónde está. Podría estar haciendo una autopsia en medio del Camp Nou.]
El pasillo que unía la habitación con el resto de las estancias de aquél edificio era largo y angosto, con múltiples puertas a los lados. Cada una de ellas tenía un número cerca de la manivela, a la que acompañaba un extraño cerrojo. Amelia cerró la puerta número once antes de recorrer el pasillo, que tenía las paredes blancas y estaba alumbrado con luces del mismo color.
El pasillo terminaba en un panel metálico, con forma de puerta, pero que no tenía cerradura ni manivela. Amelia plantó su pulgar en un lugar de la pared, donde aparentemente no había nada, y el panel metálico, de un extraordinario grosor, se abrió hacia arriba dándole a Amelia el tiempo necesario para cruzarlo, pasando a una especie de recibidor. Este recibidor, aunque sin ventanas, tenía las paredes pintadas de color naranja pastel y luces amarillas, suaves. La sensación allí era mucho más cálida.
Amelia se paró delante de uno de los ascensores que allí había. Se movía con seguridad, pero no podía ocultar cierto nerviosismo.
Mientras esperaba, de otra puerta salió un hombre de porte muy elegante. Joven, con el pelo engominado y un traje de ejecutivo, portaba un maletín negro. Se acercó a la zona de los ascensores y se situó al lado de Amelia.
[¿Y ahora qué hago yo con el tipo este del maletín? No sé, no sé. A ver si me viene la inspiración.]
Cuando las puertas del ascensor se abrieron, ambos subieron al mismo. Amelia esperó a que el hombre de negocios apretara un botón, pero no lo hizo. Él también estaba esperando a que ella pulsara y ambos se miraron fijamente.
— Bueno, ¿a qué piso va? —preguntó finalmente Amelia.
— Al piso veinticuatro, gracias —contestó el hombre con voz suave.
— Entonces vamos al mismo.
Amelia apretó el botón correspondiente y el ascensor se puso en marcha. El joven de pelo engominado la miraba fijamente, cosa que la molestó un poco.
— Un momento, ¿eres Amelia Cortés? —preguntó él de repente.
— ¿Quién lo pregunta?
— Álvaro Estrada, el Consejo me ha hecho llamar. Creo que vamos a trabajar juntos —él le tendió la mano.
— ¡Qué estupidez! No sé qué crees que sabes sobre mí, pero siempre he trabajado sola. Además, no voy a hacer de niñera...
Álvaro sonrió y se metió la mano en el pantalón del traje. El ascensor se detuvo y las puertas se abrieron. Cuando salieron de él, dos hombres trajeados y enormes les salieron al paso.
[No sé a vosotros, pero a mí el Álvaro éste me da asquete... En cuanto os despistéis le meto un perrito bomba...]
Los dos llevaban gafas de sol, pese a que en aquel corredor había escasa luz. Eran calvos, sin cejas. Amelia tuvo la sensación de que se encontraba frente a dos eunucos modernos.
El grupo caminó hasta una enorme puerta metálica, sin manilla.
— ¿Alguna vez has estado allí dentro? —preguntó Amelia.
El hombre negó con la cabeza, aparentemente despreocupado.
— Entonces no te asustes y no intentes mirarlos —aconsejó la chica sonriendo.
Amelia se situó frente a la puerta y, escasos segundos más tarde, se desvaneció en el aire.
Álvaro se quedó estupefacto, miró a los gorilas que ni tan siquiera le devolvieron la mirada. Decidió ponerse enfrente de la puerta y esperar por lo que pudiera pasar.

No ocurrió nada.
Se quedó quieto, esperando, pero no se movió del sitio. Seguía entre los dos calvos, que le ignoraban, como si no notaran su presencia. Una gota de sudor frío comenzó a recorrerle la sien.
Echó un paso atrás, y volvió a colocarse delante de la puerta. Nada.
Repasó mentalmente cómo Amelia había avanzado hacia la puerta, como había hecho él, y cómo había desaparecido. No recordaba que hubiera hecho nada especial. No había tocado ningún botón, ni había pronunciado ninguna contraseña, por lo menos de forma audible.
Era la primera vez que le llamaban ante el Consejo, y nadie le había comunicado los procedimientos a seguir.
Le dio la impresión de que los "eunucos" comenzaban a girar la cabeza en su dirección, los dos a la vez, lentamente. Sólo la cabeza. Una sensación de urgencia le embargó, como si supiera que al completar su movimiento y mirarle directamente fueran a fulminarle con su mirada o algo por el estilo.
¿Será algún tipo de prueba? —pensó Álvaro. En sus anteriores encargos nunca se había encontrado en una situación de este tipo.
Su superior era un hombre normal, con sus cincuenta años, con su mujer, su hija en la universidad, su prominente barriga y sus periódicas sesiones de masajes completos. Solía decir tacos a menudo y paseaba por su despacho para pensar. De vez en cuando ponía la Cabalgata de las Valquirias a todo volumen cuando estaba en proceso de una investigación interesante. Lo que Alvaro entendía por un jefe.
Pero su jefe nunca le hacía pasar malos tragos como éstos. Siempre le había acompañado a las reuniones con superiores, espetándole un "Tú escucha y déjame hablar a mí". Ese plan siempre había salido bien. Pero ahora no estaba con él, y tampoco le había dado indicaciones.
Mientras estaba allí, parado, sufriendo el peso de la mirada de aquellos impasibles mastodontes, recordó su primer asesinato.
[¿Y a quién habrá matado el jovencito Álvaro? Si tiene pinta de no haber roto un plato en su vida.]
[¿Cómo que a quién habrá matado? ¡Y mira que me sé yo! Sí, sí, paquete enviado. "Paquete explosivo", diría yo. Diego, no te conozco, pero te voy a convertir en mi enemigo mortal, a este paso.]
Él sólo tenía 18 años cuando ocurrió todo. Siempre le habían dicho que el primero sería difícil, pero no sabía cuánto. Nadie podía decirle cuánto.
Su objetivo era tan joven como él, o al menos lo aparentaba. Resultó insultantemente fácil acercarse, engañarlo y cogerlo a solas en unos lavabos de un lujoso restaurante. Desenfundó su arma y le apuntó directamente entre los ojos, pero se separó un metro para que la sangre no le salpicara directamente a la cara.
El joven empezó a llorar y a suplicar mientras se dejaba caer de rodillas. Sabiendo lo fácil que resultaría matarlo, Álvaro relajó el brazo un instante, sin dejar de apuntarlo. Y entonces, sin previo aviso, se desató el infierno.
El inofensivo objetivo saltó como lo haría un tigre, con las garras por delante y abriendo la mandíbula más de lo natural en un ser humano. Sus ojos se habían tornado negros, como si fueran de obsidiana.
Álvaro erró su tiro y tuvo que esquivarlo. Las recién aparecidas garras del joven le desgarraron un costado, haciéndole sangrar. El combate duró dos minutos, hasta que Álvaro consiguió volarle el cerebro, pero antes le había tenido que disparar unas diez balas. Todas hacían cosquillas en el objetivo.
Así fue su primer asesinato. Difícil, sangriento, inesperado... de novato. El segundo asesinato fue fácil. No dejó que el objetivo le mirara a los ojos. Nunca más, se había dicho.
[Muy bien chicos, muy bien, .... Me sé de una novela negra que acaba de morir. Anda que... Ahora solo me queda desatar el Apocalipsis.]
Amelia se estaba cansando de esperar al joven. Estaba parada, delante del otro lado de la puerta metálica. La habitación que tenía enfrente estaba terriblemente oscura, salvo por un círculo de color carmesí en el centro de la sala.
Se dirigió al círculo, entre sonrisas, lentamente.
— ¿Podemos empezar ya? —Amelia clavó sus ojos en la inerte oscuridad mientras su cuerpo era bañado por el incesante color rojo—. Tengo una autopsia que terminar.
"Debes esperar a tu compañero." La voz resonó por toda la sala, calmada pero intimidatoria.
— Yo no tengo compañero.
No hubo respuesta. Amelia bufó, visiblemente contrariada.

Una colleja le sacó de su ensimismamiento.
— Chaval, pasas o no pasas, que hay cola.
Se giró, y un tipo de mediana edad, alto, trajeado, le miró con cara de pocos amigos. Detrás de él había tres personas más. ¿Cuánto tiempo había pasado? A los lados los "eunucos" seguían quietos, mirando hacia delante, como dos estatuas. Volvió a mirar al frente, a la puerta, que aparentemente seguía igual de sólida, impasible.
Notó la impaciencia de los demás clavada en su nuca y se le erizaron los pelillos del cogote. "Si yo también quiero pasar, pero ¿cómo?". Una idea le vino de repente a la cabeza: "¿Sólida, la puerta es sólida? ¿Quién lo ha dicho?". Con una sonrisilla comenzando a aparecer, a camino entre la ilusión de haber descubierto el misterio y la vergüenza de no haberlo hecho antes, avanzó para atravesar la puerta.
El golpe que se dio no fue muy fuerte, pero sí el sonido que produjo su cabeza al dar contra una sólida puerta de metal.
Exasperado, el tipo de mediana edad apartó a Álvaro a un lado y abrió la puerta, desapareciendo al atravesarla. Vio cómo los demás de la cola también iba desapareciendo, no sin antes soltar alguna risa por lo bajo al pasar a su lado. Hasta le pareció oír un "será idiota el tío...". Antes de que se cerrara de nuevo, frotándose la frente, atravesó la puerta, hacia la oscuridad con tono amarillento que se veía en su interior. Todo se volvió negro hasta que oyó una voz conocida.
— Ya era hora...
[¿Será Amelia?]
— Jefe, ¿usted también está aquí? No sabía que...
— Anda Álvaro, colócate junto a tu compañera —le cortó su jefe con cierto paternalismo.
— ¿Mi compañera? Pero...
Su jefe le señaló con la vista a Amelia. Álvaro la miró, dándose cuenta de que Amelia le hacía señales para que se acercarse a su lado. Álvaro, torpemente, se acercó a Amelia, mirando a los lados y haciéndole señales de disculpa.
— ¿Pero dónde estabas? —le espetó Amelia—. Llevo tres minutos esperando. ¿Es que te has parado a charlar con un amigo? Anda que vaya compañero me ha tocado... y ponte bien el traje —le dijo recolocándole las solapas de la chaqueta—, si es que mírate...
— ¡Silencio! —les cortó con autoridad uno de los miembros del Consejo. Amelia recompuso su postura y Álvaro, tras alisarse el traje, se estiró quedando tenso como un conductor novato.
En la sala, aunque oscura, podía distinguirse una gran afluencia.
— No os hemos traído aquí para que os toquéis —continuó otro miembro del consejo, provocando una ligera carcajada en la concurrencia.
[Lo habéis pasado mal al ver al barrigudo en la sala, ¿eh?]
[No precisamente al ver al barrigudo, pero sí al leer tu trozo en general... ¿Pero no sabes eso de "si bebes no escribas"?]
[Tiempos verbales corregidos, tío coñazo. Por cierto, eliminaría esto. A nadie le importa saber que mis trozos los escribe un mono.]
[Esta historia ya no hay ni por donde pillarla. Anda que no la hemos liado ni nada con el capítulo. Por cierto, que el capítulo se llama Amelia, y aquí dándole líneas al Álvaro que estamos. Creo que tendríamos que llamar al capítulo: "Odisea para llegar al Consejo". Y encima va a resultar que la sala esa del consejo, está llena de gente... si es que...]
— ¡Guarden silencio! —esta voz del consejo se oyó mucho más autoritaria que las anteriores, no dando lugar a réplica ninguna.
Efectivamente la sala estaba llena de gente, aunque dada la oscuridad apenas podían verse entre unos y otros. Pronto pareció que no hubiera nadie, porque se hizo un silencio sepulcral. El Consejo, se hallaba al fondo de la sala, por encima de los asistentes, y estaba formado por una mesa con diez asientos.
— Han sido todos reunidos para ser informados de un hecho de máxima importancia, pero de conocimiento altamente secreto —la voz que hablaba era la misma de antes—. Todos creen que son conocedores de la situación actual, pero se equivocan, dado que esta ha empeorado.
— Pero antes que nada —interrumpió otra voz del Consejo—, díganos, Amelia, infórmenos de los últimos acontecimientos.
La aludida se quedó petrificada durante unos segundos, pero enseguida empezó a hablar, sabiendo que los que la escuchaban no era de los que les gustaba esperar.
— Ha aparecido un último cadáver, dentro del plazo que había establecido. Este cuerpo es exactamente igual a los anteriores, no hay ninguna novedad relevante. Lo mejor de todo es el lugar dónde ha aparecido el cadáver, justo detrás de dónde decidí instalar mi base de operaciones. Eso significa que cada vez estoy más cerca de averiguar dónde está la madriguera.
— Todo indica que está cerca de encontrar el centro de todo —le corroboró una voz del Consejo—. Buen trabajo por ello. Pero aún están todos muy lejos de solucionar el problema.
[Muy bien chicos, muy bien, …. Me sé de una novela negra que acaba de morir. Anda que... Ahora solo me queda desatar el Apocalipsis x2]
[Eso ya lo has puesto antes... ¿Se te ha secado el cerebro? :P]
[Teleñecos ya.]
>> Sé que muchos de vosotros estáis al corriente de los últimos acontecimientos pero como veo caras nuevas en la sala quizás debamos comenzar a explicar la situación desde el principio.
>> En Mayo del año 1950 tuvimos nuestro primer encuentro con los especímenes humanoides, los Astarsis, una raza alienígena venida de más allá de la nebulosa de Orión. Entre sus características principales se encuentran una piel resistente, ojos ciegos y una extremada agresividad. A su llegada provocaron daños en una población de Arizona, llamada Gordland, destruyendo un cine, un restaurante y varias viviendas con fuertes explosiones. La cifra de muertos ascendió a diez víctimas, aparte de veinte heridos por quemaduras, dos de ellos graves. Las autoridades locales nunca supieron lo que les atacó y dedujeron que había sido un ataque terrorista ruso. El FBI detectó extraños aumentos de radioactividad por la zona. Todavía no se sabe que ocurrió con los astarsis, aunque se presupuso que debieron morir en las explosiones, ya que se encontraron restos de piel con su extraño líquido amarillento.
[¡Hala! Y ahora una raza alienígena...]
>> O mejor dicho, se presuponía que habían muerto, ya que recientemente han aparecido varios cadáveres de astarsis en diferentes ciudades de diferentes estados. Las últimas investigaciones realizadas por la agente denominada Amelia, nos han confirmado que varios de estos alienígenas se encuentran viviendo entre nosotros, haciéndose pasar por seres humanos. Y no sólo eso, además es muy posible que estén encabezando varias organizaciones criminales y células terroristas.
>> Por si esto fuera poco, como decía antes están apareciendo cadáveres. A simple vista se puede pensar que alguien nos está haciendo un favor, localizando y exterminando a esa escoria que infecta nuestra sociedad, que nos está librando de ese cáncer que nos corroe desde dentro. Nada más lejos. Nos está privando de información, de protegernos contra ellos. Y los está poniendo nerviosos, por lo que se vuelven más cuidadosos a la par que peligrosos. Esta situación tiene que acabar.
>> Se les ha asignado una pareja. A cada una se le entregará un informe de misión, la cual deberá cumplirse con discreción, rapidez y garantía de éxito. Les va la vida en ello.

* * *

25 marzo 2011

Capítulo Uno

Guía de colores:
Silvano
MikeBSO
Xmariachi
David Loren Bielsa


El callejón se cernía en la más profunda oscuridad cuando dos ojos felinos irrumpieron entre las sombras, a sabiendas de que éstas no se iban a achantar rápidamente.
El gato callejero era de un hermoso color negro azabache y estaba hambriento. Su mirada hipnótica repasó el callejón hasta ver el platito que habitualmente estaba lleno de leche a estas horas. Sin embargo, aquella noche, nadie lo había llenado.
El platito se encontraba al lado de la puerta de atrás de un restaurante de la zona, barato y de escasa variedad en sus menús.
Fue entonces cuando reparó en los dos mocasines que sobresalían de entre las bolsas de basura, al lado de un enorme contenedor verde.
El gato maulló consciente del olor que se intentaba camuflar entre los restos podridos de comida. A aquellos mocasines les seguían dos piernas, inertes y olorosas.
Aunque estaba mezclado con otros tantos olores procedentes de los desperdicios, ese en concreto le era familiar. Así que tras echar un último vistazo al plato vacío, se acercó lenta, muy lentamente, al origen de ese olor.
De forma instintiva, como no podía ser de otra manera, no fue directamente, sino dando un rodeo, desde atrás. Con la cola en alto, con los músculos en tensión, con los sentidos agudizados, también por instinto.
Según se acercaba se intensificaban los olores. El conocido destacaba sobre los hedores que producía la basura. Olía a carne más o menos fresca, a pescado, a verduras pasadas, a leche ligeramente rancia. Eso hizo rugir sus tripas.
Pero por encima de todo, por encima de la pestilencia que rezumaban las bolsas, le llegó otro olor que también le era familiar. En otras circunstancias se habría acercado más, hasta encontrar la fuente.
El instinto se encargó de advertirle sobre ese olor en concreto, que le hizo arquear la espalda, soltar un bufido y echar a correr con una agilidad sorprendente para un gato tan escuálido.
El olor a sangre.
Petra conocía ese olor de sobra. No era la primera vez que, al sacar la basura del restaurante, se topaba con algo que no eran bolsas de basura. Pero Petra no hacía preguntas. Tras tantos años allí, había aprendido el secreto del oficio de camarera: escuchar bien y no hacer muchas preguntas.
Petra vivía en la parte de arriba del restaurante. Su ventana daba al callejón, pero siempre tenía puestos los visillos. No tenía ninguna intención de asomarse al callejón, ni de ser vista fisgoneando. Una vez oyó que, tres calles más abajo, hace seis años, mataron a un hombre por tener la poca fortuna de pasar al lado de un callejón donde dos hombres le ajustaban las cuentas a otro.
– Buenos días agente.
– Hola –dijo el policía dejando su gorro en la barra.
Echó una miradita al único cliente que habitaba las maltratadas mesas del restaurante, un hombre escuálido y poquita cosa. Éste pegó un sorbo a su café, cogió sus cosas y se largó, sin dejar de mirar, con miedo, al policía. 
– Vengo por un aviso –dijo por fin el policía cuando comprobó que se habían quedado solos.
– Antes que nada, agente, quiero dejar claro que no he sido testigo de nada y tampoco he tocado nada –comenzó de repente la camarera sin dejar de secar unos vasos.
– ¿Tocar el qué? Oiga, señora...
– Señorita, si no le importa.
El policía se secó el sudor de la frente, aquella iba a ser una noche muy calurosa y no pintaba muy bien. Su primer servicio había sido asistir a una señora de ochenta y tres años que se había quedado encerrada en el baño. Habían llamado los vecinos diciendo que se oían unos ruidos horripilantes en la casa de la señora López.
En su segundo servicio se encontraba con una camarera solterona, poco agraciada, que no le daba la impresión que les hubiera llamado por nada muy coherente.
– A ver, señorita –el policía tomó fuerzas antes de continuar–. El aviso que han dado es que podría ser que se hubiera cometido un crimen. ¿Me puede concretar qué clase de crimen?
– ¿Que qué clase de crimen? Pues el crimen que sale siempre en la tele. He visto dos zapatos en el callejón de atrás.
– ¿Y qué tiene eso de crimen? –preguntó de nuevo el agente a punto de perder la paciencia.
– Pues eso, dos zapatos que asoman, y no era un vagabundo durmiendo. No se olvida ese olor, ¿sabe? El olor a cadáver me refiero.
La puerta se abrió de repente irrumpiendo en la conversación como un vecino pesado e inesperado.
El agente se giró, desprevenido, mientras la última frase de Petra aún seguía en sus tímpanos. Una suave ráfaga de viento asoló el local. Menta.
Tras pocos segundos, una mujer en una cuidada gabardina entró en el recinto. De largo pelo rizado y pelirrojo, y tez blanquecina, más parecía un espectro en aquella hora tan temprana que un ser humano.
La mujer vio al agente y se acercó con pasos firmes y rápidos. Pasos que indicaban una seguridad indómita e inaplacable.
Cuando la escasa luz del recinto le iluminó la cara, el agente notó que un escalofrio le recorría la espalda. La mujer de la gabardina que, seguramente, había sido hermosa, ahora se encontraba marcada por dos horrendas cicatrices que le cruzaban la cara formando una X.
— ¿Petra, estás bien?
— Sí, pero me he llevado un susto de muerte.
— No me extraña.
— Me he puesto muy nerviosa y no sabía qué hacer.
— Tranquila, ya estoy aquí, y...
—¡Ejem...! —interrumpió el policía, temiendo que la conversación se hiciera eterna, como había visto ocurrir tantas veces entre otras tantas mujeres—. ¿Y usted es...?
— Amelia. Amelia Cortés —y dirigiéndose de nuevo a Petra, como si el policía hubiera sido una distracción sin importancia, continuó—. ¿Y qué le has dicho? Espero que hayas cerrado la boca como te dije que hicieras cuando me has llamado. En bastantes problemas te has metido ya como para añadir otro a la lista...
— ¡Disculpe, señora o señorita Cortés! —comenzaba a perder la paciencia, la poca que le quedaba tras aguantar primero los gritos de angustia, y luego los achuchones y los agradecimientos de la octogenaria señora López por "haberle salvado la vida"—. Está interfiriendo con una investigación policial, si hace el favor...
Amelia metió la mano en el interior de su gabardina, con una velocidad y decisión que pilló por sorpresa al policía. Sacó la mano igual de rápido, dirigiéndola a la cabeza del agente, que por puro reflejo llevó su mano a la cartuchera. Aunque reconoció para sus adentros que no le habría dado tiempo a desenfundar, apuntar y disparar si lo que la mujer había plantado frente a su cara fuera un revólver. Sin embargo, lo que esa mujer había puesto delante de sus ojos era una tarjeta en la que, tras unos breves segundos que necesitó para enfocar la vista, leyó "Amelia Cortés. Abogada".
— Bueno, señoras, ustedes me han traído aquí. Si no van a hacer una denuncia yo no puedo trabajar. Si tienen algún cadáver que enseñarme, estaré encantado de echarle un ojo.
— ¿Cadáver? ¿Qué cadáver? —se apresuró a cortarle Amelia.
— Su... amiga... o lo que sea, me ha dicho que hay un cadáver en el callejón. Ande, señorita, indíqueme dónde está ese maldito cadáver y terminemos con esto cuanto antes.
Amelia miraba fijamente a Petra, e intentaba inhibirla para que no hablara más de la cuenta. Después de que Petra cerrara la puerta de entrada del bar, los tres salieron al callejón.
— Como le decía, agente, aquí al lado de los cubos de basu... espere, pero, ¿dónde está? Agente... le juro que...
— Mire señorita, a estas alturas ya se habrá dado cuenta de que este barrio no es precisamente una hermandad jipi de amor y paz. Aquí se mata gente —dijo, mientras se ajustaba la gorra y se repasaba el uniforme—. Y como comprenderán, yo no tengo ningún interés en añadir un nuevo caso irresoluble a los que ya tengo. Así que si me permiten...
Petra seguía anonadada, mientras Amelia guardaba silencio mientras que el agente se alejaba por el callejón.
— No entiendo nada —seguía diciendo la camarera mientras comenzaba a rebuscar entre las bolsas de basura e incluso dentro de los cubos—... Lo he visto, lo he visto perfectamente...
— Petra, Petra —la abogada le cogió del brazo y la giró mirándola directamente a los ojos—. Escucha, aquí no hay nada. ¿Cuántas horas llevas trabajando hoy? A lo mejor era un vagabundo, u otra cosa.
— Estoy muy cansada —la camarera cada vez dudaba más de sí misma—... Lo siento, Amelia, no quería ser una molestia.
— Has hecho bien en avisarme, ¿para qué estamos las vecinas si no? Ya sabes que puedes contar conmigo para lo que quieras. Tengo el despacho delante de tu casa, eso tiene que tener alguna ventaja para ti.
Petra, cuando ya estuvo más convencida, entró en silencio en el bar-restaurante, pero para cerrarlo. De repente se encontraba muy cansada y confusa, y sentía la imperiosa necesidad de meterse en la cama.
Amelia se quedó un momento fuera y miró disimuladamente entre las bolsas de basura. Menos mal que Petra tenía bastantes problemas de miopía, incluso con las gafas que llevaba, dado que hacía dos años que tendría que haberles cambiado la graduación. La que decía ser abogada, movió una bolsa de basura y tapó una mancha de sangre que aún se veía. Luego cogió el teléfono móbil para hacer una llamada, pero una voz la interrumpió.
— Amelia, ¿qué haces? —era Petra de nuevo—. ¿Entras o no? Tengo que cerrar esta puerta.
— ¡Claro vecina! —dijo Amelia mostrando su mejor sonrisa. Sonrisa que quedaba desfigurada por las dos cicatrices que le cruzaban la cara.

* * *

24 marzo 2011

Capítulo Uno (VIII)

— No entiendo nada —seguía diciendo la camarera mientras comenzaba a rebuscar entre las bolsas de basura e incluso dentro de los cubos—... Lo he visto, lo he visto perfectamente...
— Petra, Petra —la abogada le cogió del brazo y la giró mirándola directamente a los ojos—. Escucha, aquí no hay nada. ¿Cuántas horas llevas trabajando hoy? A lo mejor era un vagabundo, u otra cosa.
— Estoy muy cansada —la camarera cada vez dudaba más de sí misma—... Lo siento, Amelia, no quería ser una molestia.
— Has hecho bien en avisarme, ¿para qué estamos las vecinas si no? Ya sabes que puedes contar conmigo para lo que quieras. Tengo el despacho delante de tu casa, eso tiene que tener alguna ventaja para ti.
Petra, cuando ya estuvo más convencida, entró en silencio en el bar-restaurante, pero para cerrarlo. De repente se encontraba muy cansada y confusa, y sentía la imperiosa necesidad de meterse en la cama.
Amelia se quedó un momento fuera y miró disimuladamente entre las bolsas de basura. Menos mal que Petra tenía bastantes problemas de miopía, incluso con las gafas que llevaba, dado que hacía dos años que tendría que haberles cambiado la graduación. La que decía ser abogada, movió una bolsa de basura y tapó una mancha de sangre que aún se veía. Luego cogió el teléfono móbil para hacer una llamada, pero una voz la interrumpió.
— Amelia, ¿qué haces? —era Petra de nuevo—. ¿Entras o no? Tengo que cerrar esta puerta.
— ¡Claro vecina! —dijo Amelia mostrando su mejor sonrisa. Sonrisa que quedaba desfigurada por las dos cicatrices que le cruzaban la cara.

21 marzo 2011

Capítulo Uno (VII)

— Bueno, señoras, ustedes me han traído aquí. Si no van a hacer una denuncia yo no puedo trabajar. Si tienen algún cadáver que enseñarme, estaré encantado de echarle un ojo.
— ¿Cadáver? ¿Qué cadáver? —se apresuró a cortarle Amelia.
— Su... amiga... o lo que sea, me ha dicho que hay un cadáver en el callejón. Ande, señorita, indíqueme dónde está ese maldito cadáver y terminemos con esto cuanto antes.
Amelia miraba fijamente a Petra, e intentaba inhibirla para que no hablara más de la cuenta. Después de que Petra cerrara la puerta de entrada del bar, los tres salieron al callejón.
— Como le decía, agente, aquí al lado de los cubos de basu... espere, pero, ¿dónde está? Agente... le juro que...
— Mire señorita, a estas alturas ya se habrá dado cuenta de que este barrio no es precisamente una hermandad jipi de amor y paz. Aquí se mata gente —dijo, mientras se ajustaba la gorra y se repasaba el uniforme—. Y como comprenderán, yo no tengo ningún interés en añadir un nuevo caso irresoluble a los que ya tengo. Así que si me permiten...
Petra seguía anonadada, mientras Amelia guardaba silencio mientras que el agente se alejaba por el callejón.

Capítulo Uno (VI)

— ¿Petra, estás bien?
— Sí, pero me he llevado un susto de muerte.
— No me extraña.
— Me he puesto muy nerviosa y no sabía qué hacer.
— Tranquila, ya estoy aquí, y...
—¡Ejem...! —interrumpió el policía, temiendo que la conversación se hiciera eterna, como había visto ocurrir tantas veces entre otras tantas mujeres—. ¿Y usted es...?
— Amelia. Amelia Cortés —y dirigiéndose de nuevo a Petra, como si el policía hubiera sido una distracción sin importancia, continuó—. ¿Y qué le has dicho? Espero que hayas cerrado la boca como te dije que hicieras cuando me has llamado. En bastantes problemas te has metido ya como para añadir otro a la lista...
— ¡Disculpe, señora o señorita Cortés! —comenzaba a perder la paciencia, la poca que le quedaba tras aguantar primero los gritos de angustia, y luego los achuchones y los agradecimientos de la octogenaria señora López por "haberle salvado la vida"—. Está interfiriendo con una investigación policial, si hace el favor...
Amelia metió la mano en el interior de su gabardina, con una velocidad y decisión que pilló por sorpresa al policía. Sacó la mano igual de rápido, dirigiéndola a la cabeza del agente, que por puro reflejo llevó su mano a la cartuchera. Aunque reconoció para sus adentros que no le habría dado tiempo a desenfundar, apuntar y disparar si lo que la mujer había plantado frente a su cara fuera un revólver. Sin embargo, lo que esa mujer había puesto delante de sus ojos era una tarjeta en la que, tras unos breves segundos que necesitó para enfocar la vista, leyó "Amelia Cortés. Abogada".

20 marzo 2011

Capítulo Uno (V)

La puerta se abrió de repente irrumpiendo en la conversación como un vecino pesado e inesperado.
El agente se giró, desprevenido, mientras la última frase de Petra aún seguía en sus tímpanos. Una suave ráfaga de viento asoló el local. Menta.
Tras pocos segundos, una mujer en una cuidada gabardina entró en el recinto. De largo pelo rizado y pelirrojo, y tez blanquecina, más parecía un espectro en aquella hora tan temprana que un ser humano.
La mujer vio al agente y se acercó con pasos firmes y rápidos. Pasos que indicaban una seguridad indómita e inaplacable.
Cuando la escasa luz del recinto le iluminó la cara, el agente notó que un escalofrio le recorría la espalda. La mujer de la gabardina que, seguramente, había sido hermosa, ahora se encontraba marcada por dos horrendas cicatrices que le cruzaban la cara formando una X.