08 mayo 2011

Capítulo Cuatro

Guía de colores:
David Loren Bielsa
MikeBSO
Silvano
Xmariachi


[Por primera vez me toca a mí empezar un capítulo. No es que me haga mucha gracia, pero mejor esto que dejar que lo empiece Silvano.]
La placa dorada de la puerta rezaba: "Amelia Cortés - Abogada". Augusto comprobó que estaba completamente solo en el rellano, y sacó un juego de gazúas. Abrir la puerta le llevó tan sólo treinta segundos, lo mismo que necesitaría para desactivar la alarma. Cuando hubo hecho ambas cosas, cerró la puerta tras de sí y respiró hondo.
Cerró los ojos y aspiró. El olor a menta le inundó las fosas nasales. Adoraba ese olor.
Luego comenzó a registrar el supuesto despacho-piso-tapadera. Por supuesto empezó por un archivador que encontró, luego continuó por el ordenador de la mesa. Pero de momento todo resultaba inútil. Augusto pronto se dio cuenta que aquel lugar no era desde donde Amelia investigaba. Como mucho era un observatorio.
Seguramente Amelia había supuesto que en aquel barrio había una madriguera de Astarsis. Así que se había trasladado a aquel piso con el objetivo de observar las pautas de comportamiento de los habitantes de la zona, con la esperanza de descubrir la comuna Astarsis. Así era Amelia, siempre tan dedicada al trabajo.
Cuando Augusto entró en la habitación de Amelia, su teléfono móvil sonó.
— Habla —dijo al descolgar el aparato.
— Aquí el equipo Delta2.
— Adelante.
— Señor, querrá saber que la operación ha sido un éxito a medias. Amelia ha escapado, pero tenemos a su compañero, vivo. Aún así está gravemente herido.
— Hagan lo que puedan por él y llévenlo a lugar seguro. Envíen al equipo Delta3 tras Amelia. Iré en cuanto pueda —ordenó Augusto sin cambiar el tono de voz.
— Señor, me alegra informarle que no ha habido bajas...
— ¡Y a mí qué coño me importa eso! ¡El objetivo era Amelia y la han dejado escapar!
Colgó el teléfono y se quedó completamente quieto, en la habitación de Amelia. Luego se tumbó sobre su cama y aspiró el olor a menta. Ese olor que tanto adoraba.
El teléfono volvió a sonar. Lo miró con desgana, y se quedó de piedra. "Número desconocido". Sólo podía ser una persona.
— Amelia —comenzó con su tono más amable y conciliador, mientras se incorporaba—, qué placer tan inesperado...
La calma de su voz no reflejaba la subida de adrenalina que le impulsó a mirar en todas direcciones y volver al despacho.
— Eres un cabrón —le cortó Amelia.
— ¿Qué ocurre, preciosa?
— Ahórrate todas esas tonterías —la voz de Amelia sí reflejaba perfectamente sus emociones—. Sé que has sido tú.
— Cariño, no sé de qué me estás hablando...
Demostraba seguir siendo una de las mujeres más inteligentes y perspicaces que conocía, lo que hacía de ella un recurso muy valioso.
— Déjate de cuentos. Álvaro me la trae sin cuidado, pero me jode que me saquen de la carretera, me disparen, y me estropeen unos zapatos de quinientos euros. Y no necesariamente en ese orden.
— Oh, por Dios... ¿Estás bien? ¿Quieres que mande alguien a buscarte?
— Eres un cabrón —reiteró Amelia—. Ya sabes a dónde voy a ir ahora. Trae a mi compañero —remarcó las últimas palabras—. No vayas solo, yo no lo haré. Y sal de una puta vez de mi apartamento. Te quedan tres minutos.
Cerró la tapa del teléfono, cortando la llamada, Sabía que Amelia no acostumbraba a ir de farol, así que echó un último vistazo al piso, llenó sus pulmones del aroma a menta y salió sin molestarse en cerrar la puerta. Abajo le seguía esperando su coche. Cuando se encontraba a unas pocas manzanas del piso de Amelia, oyó la explosión.
[Mola liarlo de esa manera... :P]

[Bueno, bueno, bueno, seguimos para bingo!!!]
El almacén estaba abandonado en una zona del puerto pesquero.
Hace algunos años todo el lugar había contraído la llamada "Crisis de los peces" cuando el mercado asiático había irrumpido con fuerza, llevándose a todos los compradores potenciales de marisco y pescado. Fue un año horrible para las empresas y pescadores del lugar, que tuvieron que cerrar y vender la mayoría de sus edificios y posesiones para saldar las deudas contraídas y los sueldos de los trabajadores. Aquel almacén no había encontrado comprador. Estaba en una mala zona. No era su culpa. Demasiado alejado del puerto, con escasas comunicaciones, mala carretera, poco espacio de maniobra para vehículos...
Un lugar perfecto para hacer negocios a espaldas de los demás. Un lugar donde nadie nunca pasaba, a no ser que quisiera verse involucrado en algún tipo de problema.
Ahí estaba esperando Amelia, en la entrada de aquel almacén, resguardada por la sombra del edificio.
Una limusina negra no tardó en llegar, un poco sucia por el polvo de la carretera. A Amelia Cortés no le extrañó que su invitado llegara en un coche tan lujoso. Tampoco se extrañó cuando Augusto llegó con su mejor traje y una ancha sonrisa depositada a modo de mueca en su cara. Ese era el modo de proceder de Augusto. Prepotente, suntuoso y carente de sentimientos. Una persona al que sólo le importaba una cosa: el dinero.
— Nos vemos de nuevo, Amelia.
— No es que sea ningún placer para mí —dijo Amelia, saliendo de la penumbra en la que se encontraba para acercarse ligeramente a la posición de Augusto—. Cuanto menos sepa de ti, mejor.
— Amelia, Amelia, siempre tan arisca. Como un gato con hambre.
Amelia se lo quedó mirando, esperando a que dijera algo interesante. Augusto miró alrededor.
— ¿No me dijiste que no vendrías sola?
— ¿Quién te dice a ti que estoy sola? Mueve la mano que no debes y ya no moverás nada más.
— Necesito saber con quién estás. No puedo hablar de esto con cualquiera.
— He traído seguridad, igual que tú. Tampoco veo las caras de tu gente a través de esos cristales tintados... ni los quiero ver. Aunque seguro que no me dan tanto asco como su jefe.
— Sé cosas que tú no sabes.
— No lo niego.
— Necesitamos compartir información, Amelia. Estamos buscando lo mismo. Podemos llegar a algunos acuerdos.
— Pero nuestros intereses son... diferentes. Escucha, no soy tan tonta como para rechazar las negociaciones, pero, seamos realistas: ahora que estás fuera dudo que puedas ofrecerme algo que me interese.
[Augusto me he quedado.]
— Prefiero estar fuera que estar dónde estaba antes —aclaró Augusto—. Te has equivocado de bando, Amelia.
— Yo no tengo bando —replicó ella—. Trabajo para quien me paga. Y el Consejo me paga bien, además de darme la infraestructura que necesito.
— Ya, claro. Amelia siempre tiene la conciencia tranquila, porque sólo es una mercenaria —alegó Augusto en tono irónico.
— Te fuiste, cambiaste de bando. Robaste información y encima te llevaste por delante a mucha gente para hacerlo.
— Gente, y lo que no era gente también —contestó él muy tranquilo.
— No sé de qué hablas, pero déjate de rollos —atajó Amelia—. Intentaste matarme, me habéis echado de la carretera y me habéis disparado. Así que no me vengas con esas de que quieres negociar o intercambiar información.
— Sólo intento averiguar por qué trabajas para el enemigo. ¿Por qué trabajas para ellos? Se preparan para exterminar o dominar a la especie humana, y tú les estás ayudando.
Amelia se quedó petrificada. ¿De qué diablos estaba hablando?
Y entonces se oyó un disparo.

Se despertó, pero no abrió los ojos. Estaba tumbado de lado, en algo blando, con las piernas y los brazos atados. Le dolía bastante el costado, y notaba la pierna derecha dormida, pero asombrosamente estaba vivo. Agudizó el oído, y oyó unas voces, pero sonaban lejanas. Manteniendo la respiración pausada, para seguir haciéndose el dormido, abrió ligeramente los ojos.
Como había supuesto parecía encontrarse en el interior de un coche, uno bastante amplio, en el asiento trasero del mismo. Había un hombre vestido de negro en otro asiento, también en la parte de atrás, y veía la cabeza de otro sentado en el asiento del conductor de lo que reconoció como una limusina.
Tenía las manos atadas, pero no a la espalda. Eso le daba una oportunidad, sobre todo si conseguía sorprender al tipo de negro, que estaba jugando con su móvil. Calculó la distancia y la fuerza necesaria, respiró profundamente una vez y abrió del todo los ojos al tiempo que lanzaba una doble patada en dirección a la cabeza del hombre que tenía más cerca.
Una punzada de dolor le atravesó el costado, por lo que el impacto perdió fuerza. Le dio en la cabeza, tal y como quería, pero sólo consiguió que se le cayera el móvil de las manos. Antes de que consiguiera recuperarse de la sorpresa, se abalanzó de frente hacia él, ignorando el dolor.
Le dio en la mandíbula con la cabeza, y metió las manos en la chaqueta del individuo, encontrando lo que buscaba. Con las manos atadas le resultó algo más difícil, pero mientras dejaba caer todo su peso sobre el otro, forcejeó un poco y volvió a echarse hacia atrás. El conductor de la limusina, oyendo el ruido, se giró, pistola en mano.
Y entonces se oyó un disparo.
El conductor murió casi al instante, de un disparo en la cabeza, procedente de la pistola que Álvaro le había quitado al otro hombre.
[Cada día te pareces más a David, Mike]
[No sé si eso pretende ser un halago hacia mi persona o un insulto para David...]
[Es claramente un halago, sin duda alguna... Silvano, lo que ocurre es que Mike se está leyendo mi novela, claramente se ha dejado influenciar por ella. Dentro de poco comenzará a hacer terribles faltas de ortografía.]
Después Álvaro se giró y mató al hombre de su lado que aún se encontraba aturdido por el golpe anterior.
Amelia supo lo que pasaba y no necesitó mucho más tiempo.
Se colocó detrás de un sorprendido Augusto, sacó la pistola y le encañonó la cabeza. Augusto maldijo por lo bajo y levantó las manos, rendido.
Álvaro propinó una buena patada a la puerta del coche que se abrió con un sonido grave. El cadáver del hombre de seguridad cayó muerto sobre el pavimento.
— Amelia, podemos hablar de esto —comenzó Augusto—. Podemos llegar a un acuerdo.
Amelia le hizo entrar en el coche, vio a Álvaro y el estropicio que había causado con los dos hombres de seguridad de Augusto.
— Buen trabajo —le susurró Amelia mientras le liberaba de sus ataduras—. Ahora, arranca el coche.
Álvaro asintió, saltó al asiento delantero desplazando el cadáver al asiento del copiloto y arrancó el coche.
Amelia miraba a Augusto, sonriente.
— Así que sí que has venido sola —corroboró Augusto—. Siempre has sido muy imprudente.
— La última vez que vine con un compañero me traicionó.
— No esperes una disculpa. Hice lo que tenía que hacer.
— Entonces entenderás esto.
Amelia golpeó a Augusto en la cabeza y el hombre perdió el sentido.
[¿Esto es lo que se dice crear suspense, eh? Pero entre los compañeros, no entre los lectores... perdón por tardar tanto en escribir u.u]
— ¿Dónde lo llevamos, Amelia? ¿Lo entregamos al consejo?
— No, no... no hasta que no sepa de qué habla este mamarracho. Tengo una casita alquilada para estas cosas, fuera de la ciudad.
— Yo suelo alquilar casitas fuera de la ciudad para otras cosas.
— ¿Estás casado?
— Bueno... no exactamente —dijo Álvaro, mientras hacía sonar el estárter del coche—. ¿Te ha dicho algo que no supieras?
— Insinuó algo del consejo. Augusto es un cabrón, pero no es tonto. Con todo, cada vez me cabe más la duda de que el consejo es menos santo de lo que parece.
— ¿Cuántos años llevas trabajando para ellos?
— Suficientes como para casi considerarme parte de la familia. Pero la nueva dirección no favorece mucho la transparencia. No es como antes, eso te puedo decir. Pero bueno, tú no estabas antes, así que... qué vas a saber tú.
Álvaro sonrió.
— Álvaro ver, Álvaro oír...
— Y Álvaro arrancar.
[Ya tenía ganas de seguir. Ahora que acabo de llegar del curro a ver si le metemos a esto un arreo de los buenos.]
La casita en las afueras era una cabaña, por supuesto. Por eso cuando Augusto se despertó supo al instante que los suyos no le encontrarían pronto. Amelia no solía cometer fallos. Estaba esposado de pies y manos, y luego atado a una silla de madera de aspecto robusto. Sabía que como mucho conseguiría caer al suelo, pero no liberarse.
Amelia estaba sentada delante de él, en otra silla. Álvaro parecía que preparaba algo en la cocina. Era un lugar sencillo, pero tenía todos los equipamientos necesarios.
— Por fin podremos hablar con calma —dijo ella en cuanto vio que su prisionero había despertado.
— No tenemos nada de que hablar, al menos por ahora —le dolía la cabeza—. Para que pudiéramos hablar, antes que nada, deberíamos estar solos.
Amelia se giró hacia la cocina, y luego hacia su prisionero.
— No te preocupes por él. Es un novato, hará lo que yo diga.
— Amelia, Amelia, pobrecita... ¿Creí que a estas alturas ya habrías aprendido? ¿De verdad no sabes nada?
Álvaro entró en la sala de estar con dos tazas, una en cada mano. Una se la entregó a su jefa, que en cuanto la cogió tomó un sorbo. La otra se la puso delante de los labios a Augusto para que bebiera. Olía a café.
— Está bien, Amelia. Como quieras, pero espero que estés preparada —dijo el prisionero sin hacer mención de probar el café—. ¿Has visto la herida de Álvaro? ¿No crees que hace horas que tendrías que haberlo llevado a un hospital?
Amelia tardó más de dos o tres segundos en reaccionar. Luego se levantó de un salto, dejando caer la taza de café y desenfundando su arma. Álvaro siguió en pie, sin inmutarse, sujetando la otra taza de café. No pareció importarle que su jefa le estuviera apuntando con su arma. Luego bebió un largo trago de la taza que tenía entre las manos.
Cuando Amelia sintió los primeros mareos, por un instante, creyó que los ojos de Álvaro se tornaban totalmente negros. Álvaro habló justo antes de que Amelia cayera inconsciente.
— A nosotros los somníferos no nos hacen efecto.
Luego sonrió. Pero no era una sonrisa malévola, si no condescendiente. A Augusto, un escalofrío le recorrió la espalda.
Álvaro dejó la taza sobre una mesa y se agachó al lado de Amelia. Después la cogió en brazos y la depositó con suavidad sobre un sofá cercano. Ya casi no sentía dolor en la pierna, la herida de costado estaba tardando un poco más en regenerarse. Pero se empezaba a acostumbrar al dolor. Y a otras sensaciones.
Se la quedó mirando, le apartó el pelo de la cara. Recorrió con el dedo una de las cicatrices que le cruzaban el rostro. Un ruido a su espalda le sacó del ensimismamiento.
Augusto forcejeaba con sus ligaduras. Inútilmente. Delante de Amelia se había mostrado fuerte y seguro de sí mismo; estando ahora a solas con Álvaro, se mostraba como un niño asustado, a punto de llorar. Pero no se iba a dejar engañar, no era la primera vez que trataba con ese hombre, aunque este no lo recordara.
— ¿Qué vas a hacer conmigo? —dijo Augusto con voz entrecortada.
Álvaro se sentó en la silla en la que había estado sentada Amelia y se lo quedó mirando un buen rato, viendo cómo se movía inquieto, sin apartar la vista de sus ojos. Después se levantó, sin decir una palabra, y salió de la casa.
Augusto dejó de temblar y calculó sus opciones. No tenía ninguna. Ya había avisado a su equipo, aunque sabía que le habían quitado su localizador, por lo que no le encontrarían con facilidad. Quizás cuando lo hicieran ya estaría muerto.
Álvaro entró de nuevo en la casa, portando un pequeño maletín, que depositó sobre la mesa, al lado de la taza.
— ¿Qué es eso? —preguntó Augusto sin dejar de mirar el maletín.
Álvaro recogió a Amelia del sofá y se dirigió a la puerta.
— Un regalo —dijo antes de salir—. Ya sabes qué tienes que hacer con él, o por lo menos qué crees que tienes que hacer. Los tuyos no tardarán en llegar, así que no hagas ninguna estupidez.
Y salió de la casa. Augusto no tardó mucho en oír alejarse un coche.
[Aquí se mueven maletines, se ve que es la última jornada de liga y se juegan el descenso.]

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