16 septiembre 2011

Capítulo Seis (VII)

[Momento Apocalipsis]
— ¿Te gusta la foto? —preguntó el anciano con los ojos clavados en los de Amelia.
La mujer de las cicatrices dibujó una media sonrisa en su cara.
— Sabes que no. Odio las serpientes.
— Ella es Amantissa, o también apodada "Diosa Madre".
Amelia arrancó la foto de la pared.
— ¿Es el arma?
El anciano negó con la cabeza.
— Esto es Egipto —reconoció Amelia—. ¿Puede ser el Valle de los Reyes?
Álvaro miró a Amelia, sorprendido, mientras el anciano ahora asentía.
— ¿Cómo...? —comenzó a preguntar Álvaro.
— Estuve allí con Augusto —explicó la mujer—, cuando éramos niños...
— ¿No te acuerdas lo que hicisteis allí? —interrumpió la voz ronca del anciano.
Amelia intentó recordarlo. Por unos momentos viajó a aquel lugar, a aquel calor sofocante, al bullicio de la gente y... Al terror. Se acordó del miedo que había sentido y del dolor punzante, de las fiebres y de las mordeduras de serpiente.
Se acordó de los hombres que los habían encerrado en aquel valle desértico.
Niños solos y asustados con millares de serpientes venenosas. Muchos de aquellos niños no lograron sobrevivir... ¿Cómo había permanecido ese recuerdo tanto tiempo encerrado en su mente? ¿Cómo era posible que aquel secreto permaneciera inamovible en su mente?
Amelia cerró su puño y miró encolerizada al anciano. Él había sido el que los había encerrado en aquel valle para que murieran. Él había sido el cabecilla de todo.

13 septiembre 2011

Capítulo Seis (VI)

La voz ronca del anciano la sacó de sus recuerdos.
— Es bueno volver a verte, Amelia.
Ella no pensaba lo mismo. La última vez que había aparecido en su vida, las cosas habían cambiado mucho.
Le siguió con la vista hasta que se sentó en un cómodo sillón cerca de Álvaro.
— ¿No tomas asiento?
— Estoy bien así, gracias.
— Tú siempre tan… rebelde.
— ¿Qué significa esto? —preguntó Amelia, mirando indistintamente a uno y a otro. Le daba igual quién de los dos hablara. Lo que necesitaba eran respuestas.
— No te preocupes. Pronto lo comprenderás todo. He seguido con interés cada uno de tus pasos desde que llegaste a nosotros, y te aseguro que has sido una de las mejores alumnas. No todos han sobrevivido.
— ¿Todos?
— Sois el resultado de décadas de investigación, de frustrantes años de prueba y error hasta que dimos con la fórmula adecuada. Muchas generaciones desaparecieron debido a múltiples causas: desarrollo defectuoso, falta de adaptación, hipersensibilidad a sustancias exclusivas de la Tierra… pero ahora podemos estar seguros de que aún hay esperanza. Los Ursakis saben que podríais hacer peligrar su ansiado futuro de dominación de la raza humana. Se han preparado durante años para este momento, y no están dispuestos a que nadie se interponga en su camino, ni los Astarsis, ni vosotros…
— Pero ¿por qué precisamente ahora?
— Porque es ahora cuando van a hacer uso del arma más poderosa que haya sido creada jamás. Un arma a la que ningún humano podrá resistirse.
— O eso creen ellos —añadió Álvaro.
Amelia seguía sin comprender nada. Y además le asaltaba una nueva duda: comenzaba a creer que no era una casualidad que nunca le hubieran dado miedo las serpientes. Como la cobra en posición de ataque que acababa de identificar en una fotografía colgada en la pared detrás del anciano. Era una imagen extraña. Era solo un conjunto de líneas ondulantes grabadas en la superficie de un terreno desértico. La sombra de la avioneta desde la que había sido tomada la foto parecía un pequeño insecto a su lado.

12 septiembre 2011

Capítulo Seis (V)

El chico le tendió la mano.
— ¿Vienes conmigo?
Amelia se bajó del banco, despacio, y se puso al lado del chico, pero no le dio la mano. Avanzaron por el pasillo oscuro, lleno de puertas.
De detrás de cada puerta se oían diferentes sonidos, que no podía definir. Del interior de una de las habitaciones surgió un ruido grave y muy fuerte, una mezcla entre el rugido de un gran animal y el sonido que hacía una caldera vieja al arrancar. Ese ruido la sobresaltó, y unos pasos más adelante descubrió que se había acercado más a Augusto y le había dado la mano.
— Ya llegamos, tranquila —Algo en la voz de ese chico la tranquilizaba un poco, le daba seguridad.
— ¿Tengo que quedarme mucho tiempo aquí? —preguntó intentando ocultar su nerviosismo.
— No te sé decir. Yo llegué cuando era más pequeño que tú, casi ni me acuerdo ya.
Se acercaban al final de largo pasillo, a una puerta aparentemente sin pomo, y vio cómo Augusto tocaba en una zona de la misma y se abría, dejándolos ciegos por un momento, dada la cantidad de luz de salía de la apertura.
Una vez se acostumbraron sus ojos, Amelia descubrió que no entraban a ninguna habitación, sino que salían a un patio enorme, con árboles, columpios y, lo que era más importante, otros niños. Gritos de unos niños que aparentemente estaban jugando a perseguirse, canciones de unas niñas que jugaban a la comba, silbidos de otros que estaban jugando con una pelota. Estos y otra serie de sonidos similares inundaron los oídos de Amelia, que le hizo olvidarse por un momento de quién era, de lo mal que lo había pasado, del miedo que había pasado, y lo sustituyó todo por una sonrisa.