[Ya tenía ganas de seguir. Ahora que acabo de llegar del curro a ver si le metemos a esto un arreo de los buenos.]
La casita en las afueras era una cabaña, por supuesto. Por eso cuando Augusto se despertó supo al instante que los suyos no le encontrarían pronto. Amelia no solía cometer fallos. Estaba esposado de pies y manos, y luego atado a una silla de madera de aspecto robusto. Sabía que como mucho conseguiría caer al suelo, pero no liberarse.
Amelia estaba sentada delante de él, en otra silla. Álvaro parecía que preparaba algo en la cocina. Era un lugar sencillo, pero tenía todos los equipamientos necesarios.
— Por fin podremos hablar con calma —dijo ella en cuanto vio que su prisionero había despertado.
— No tenemos nada de que hablar, al menos por ahora —le dolía la cabeza—. Para que pudiéramos hablar, antes que nada, deberíamos estar solos.
Amelia se giró hacia la cocina, y luego hacia su prisionero.
— No te preocupes por él. Es un novato, hará lo que yo diga.
— Amelia, Amelia, pobrecita... ¿Creí que a estas alturas ya habrías aprendido? ¿De verdad no sabes nada?
Álvaro entró en la sala de estar con dos tazas, una en cada mano. Una se la entregó a su jefa, que en cuanto la cogió tomó un sorbo. La otra se la puso delante de los labios a Augusto para que bebiera. Olía a café.
— Está bien, Amelia. Como quieras, pero espero que estés preparada —dijo el prisionero sin hacer mención de probar el café—. ¿Has visto la herida de Álvaro? ¿No crees que hace horas que tendrías que haberlo llevado a un hospital?
Amelia tardó más de dos o tres segundos en reaccionar. Luego se levantó de un salto, dejando caer la taza de café y desenfundando su arma. Álvaro siguió en pie, sin inmutarse, sujetando la otra taza de café. No pareció importarle que su jefa le estuviera apuntando con su arma. Luego bebió un largo trago de la taza que tenía entre las manos.
Cuando Amelia sintió los primeros mareos, por un instante, creyó que los ojos de Álvaro se tornaban totalmente negros. Álvaro habló justo antes de que Amelia cayera inconsciente.
— A nosotros los somníferos no nos hacen efecto.
Luego sonrió. Pero no era una sonrisa malévola, si no condescendiente. A Augusto, un escalofrío le recorrió la espalda.
Amelia estaba sentada delante de él, en otra silla. Álvaro parecía que preparaba algo en la cocina. Era un lugar sencillo, pero tenía todos los equipamientos necesarios.
— Por fin podremos hablar con calma —dijo ella en cuanto vio que su prisionero había despertado.
— No tenemos nada de que hablar, al menos por ahora —le dolía la cabeza—. Para que pudiéramos hablar, antes que nada, deberíamos estar solos.
Amelia se giró hacia la cocina, y luego hacia su prisionero.
— No te preocupes por él. Es un novato, hará lo que yo diga.
— Amelia, Amelia, pobrecita... ¿Creí que a estas alturas ya habrías aprendido? ¿De verdad no sabes nada?
Álvaro entró en la sala de estar con dos tazas, una en cada mano. Una se la entregó a su jefa, que en cuanto la cogió tomó un sorbo. La otra se la puso delante de los labios a Augusto para que bebiera. Olía a café.
— Está bien, Amelia. Como quieras, pero espero que estés preparada —dijo el prisionero sin hacer mención de probar el café—. ¿Has visto la herida de Álvaro? ¿No crees que hace horas que tendrías que haberlo llevado a un hospital?
Amelia tardó más de dos o tres segundos en reaccionar. Luego se levantó de un salto, dejando caer la taza de café y desenfundando su arma. Álvaro siguió en pie, sin inmutarse, sujetando la otra taza de café. No pareció importarle que su jefa le estuviera apuntando con su arma. Luego bebió un largo trago de la taza que tenía entre las manos.
Cuando Amelia sintió los primeros mareos, por un instante, creyó que los ojos de Álvaro se tornaban totalmente negros. Álvaro habló justo antes de que Amelia cayera inconsciente.
— A nosotros los somníferos no nos hacen efecto.
Luego sonrió. Pero no era una sonrisa malévola, si no condescendiente. A Augusto, un escalofrío le recorrió la espalda.
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