01 septiembre 2011

Capítulo Seis (I)

Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Amelia.
Conocía a ese hombre.
Hacía más de veinte años que le había visto por primera y última vez, pero jamás le había podido olvidar. Recordaba muy bien el magnífico automóvil en el que habían llegado a aquella mansión. Era demasiado joven para identificar el modelo, pero recordaba que era de corte clásico y la carrocería era negra brillante, y la estatuilla de la mujer con alas del capó se le había quedado grabada en la mente al pasar a su lado. Había querido tocarla, pero su madre había tirado de ella y se lo había impedido. Le apretaba con fuerza su mano, hasta hacerle daño. Sin embargo, no se quejaba.
Siempre había creído que era su madre. Ahora lo dudaba, porque ¿podía una madre hacer lo que ella estaba a punto de hacer?
Tal vez sólo era la mañana gris ceniza con la que se habían levantado, pero el edificio al que se aproximaban con paso apresurado tenía un aspecto siniestro. De estilo señorial, tres pisos de altura, con la fachada de piedra gris y grandes ventanas, parecía invitarlas a salir de allí sin mirar atrás.
Los tacones de la mujer resonaron sobre el suelo de cemento hasta que se detuvieron frente al hombre que las esperaba. Era alto y delgado, tenía el pelo gris, y una fea verruga en el mentón. Sus ojos hundidos, de color azul cristalino, la miraron con curiosidad. La mujer apretó aún más su mano.
— ¿Seguro que estará bien?
— En ningún otro sitio podría estar mejor que aquí. Ella es especial. Aquí la adiestraremos y le enseñaremos todo lo que necesita saber. Debe estar preparada para lo que vendrá en el futuro. Conocerá a otros como ella y no volverá a sentirse distinta. Te gustará no estar sola, ¿verdad, Amelia? —El hombre le acarició levemente la mejilla, muy cerca de una de las cicatrices que le cruzaban la cara.
No le gustó el contacto.
— Mamá, ¿quién es este señor? ¿Por qué me llama así?
— A partir de hoy Amelia será tu nombre —respondió la mujer sin ni siquiera mirarla—. ¿Podré volver a verla?
— Sabes que no. Es por su seguridad.
La mujer había vacilado un instante, como si le costara desprenderse de ella.
Amelia estaba segura de que el hombre había esbozado una sonrisa cuando la mujer la entregó. Al cogerle de la mano notó sus dedos huesudos, y su piel era fría como el hielo.

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