09 septiembre 2011

Capítulo Seis (IV)

[¿Qué demonios se supone que tiene que aprender Amelia en la mansión señorial esta? Pues lo siento, pero no pienso responder a ninguna de las preguntas. Es más, a ver si lío un poco más la trama.]
Amelia miraba el juego de llaves con curiosidad. Se trataba de un pequeño aro y en él había tres llaves. Una de ellas era pequeña, otra mediana y otra de tamaño bastante grande. Antes que pudiera preguntar para qué eran esas llaves, Gonzalo ya la estaba estirando fuera de la habitación del hombre de la barba gris. Éste último no dijo nada más antes que la niña fuera apartada de su vista.
Gonzalo estiraba de su mano, parecía que de repente le había entrado prisa. Subieron unas escaleras en forma de espiral y luego amanecieron en un largo y oscuro pasillo. La hizo sentar en un banco de madera que había al principio del pasillo.
— Quédate aquí, pronto vendrán a buscarte. ¿Me has entendido? —Esto último lo dijo clavando en ella sus hundidos ojos azul cristalino.
Ella alzó la vista hacia él y contestó afirmativamente con un gesto de la cabeza. Tenía miedo, estaba aterrada, y Gustavo abandonó el pasillo dejándola totalmente sola. Apenas pasaron unos minutos que oyó unos pasos ligeros caminar hacia ella. Por el mismo lugar que había llegado ella, apareció un chico que se detuvo a su altura.
Era más mayor que ella y era muy alto. Aunque aún era delgado, empezaba a tener las espaldas anchas. Estaba sudado como si viniera de hacer deporte. Se tocó su pelo negro y enmarañado intentando en vano echarlo hacia atrás, y la miró con curiosidad.
— ¿Eres nueva? —Ella contestó que sí con la cabeza—. Y déjame adivinar, estás asustada. Y encima se te ha comido la lengua un gato negro —dijo al ver que contestaba con la cabeza por segunda vez.
— ¿Por qué negro? —se extrañó ella hablando por primera vez.
— Porque los gatos que se comen las lenguas de las niñas siempre son negros.
Ella se rió, pero bajó la vista al suelo cuando él la miró a los ojos. Le daba vergüenza su rostro, sabía que sus cicatrices la convertían en un monstruo. Él se agachó delante de ella, puso la mano en su barbilla y le hizo levantar la cabeza.
— ¿Tienes o no tienes nombre?
— Amelia —contestó tímidamente al fin.
— Yo me llamo Augusto.

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