05 octubre 2011

Capítulo Siete (II)

Unos dedos surgieron de entre las cenizas, moviéndose lentamente, como si su fuerza estuviera volviendo poco a poco a los músculos. No eran unos dedos normales. Solo había cuatro en cada mano, eran largos, con uñas oscuras y afiladas que podían matar a un humano de un solo golpe, como el zarpazo de un oso.
Siguió el resto del brazo de un ser que no parecía de este mundo. Con más de dos metros de estatura, fibroso y atlético, su piel tampoco era normal: brillante y gruesa, recordaba a la de las salamandras por su color negro y amarillo dibujando ondas a lo largo de todo su cuerpo.
Un líquido amarillento brotaba de una herida en la frente. Se pasó una mano por los ojos negros, grandes y ovalados, que ocupaban gran parte de su extraño rostro. Aún estaba algo aturdido, pero eso no le impidió apartar bruscamente los escombros y ponerse en pie. Lleno de una furia creciente, contempló la desolación a su alrededor. Sus años de infiltración le habían enseñado que los humanos eran terriblemente lentos y estúpidos… Aún no eran conscientes del inmenso poder destructor de los Ursakis, no sabían quién era el verdadero enemigo. La cuenta atrás había comenzado, y el tiempo se acababa. La nueva generación estaba lista, pero se hallaban dispersos y ni siquiera ellos sabían lo que eran capaces de hacer. Era hora de movilizar a los Astarsis.
Cuando estaba a punto de abandonar las ruinas en las que se había convertido el Consejo, un ruido a sus espaldas le hizo volver la cabeza.
[Negro y amarillo dibujando ondas, cuatro dedos... ¡Es la abeja de Los Simpsons! ¡Ay chihuahua!]

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