05 octubre 2011

Capítulo Siete (III)

[Definitivamente los llamaremos Astarsiterminators...]
[Un nombre afortunado donde los haya.]
Algo se movió bajo unos escombros. El ser no se extrañó y se acercó lentamente, ya que estaba terriblemente debilitado. Movió una losa como pudo, luego empujó un trozo de hormigón, y creó un hueco por el que pudo ver el rostro de otro Astarsi. Al instante notó que estaba agonizando.
Creía que había sido el único superviviente de los tres Astarsis que estaban en aquella misma sala. Habían tardado demaisado en comprender que aquella reunión había sido una trampa. En los instanstes previos al ataque los tres Astarsis se habían mirado y habían entendido su error, y que si morían los tres allí, el resto estarían condenados.
Así que, en décimas de segundo, eligieron quién de los tres saldría de allí con vida: el de mayor rango, el más antiguo; ese tipo de decisión estaba escrito en su código genético. Por ello los otros dos se habían concentrado y habían traspasado toda su energía al elegido. Utilizando esa habilidad la piel de un Astarsi se endurecía temporalmente, aislando y protegiendo sus órganos de los proyectiles y las temperaturas extremas. Ellos lo conocían como la piel diamantina.
Estaba claro que el Astarsi agonizante no se había atrevido a utilizar toda su energía, que le había podido el temor. Y que, consciente o inconscientemente, no tan sólo no había enviado toda su energía al elegido, sino que había absorbido parte del otro Astarsi, y por ello había sobrevivido a pesar de las heridas. Eso significaba que era un Astarsi débil, que no merecía vivir.
El agonizante no dijo nada, no podía hablar. Sus ojos estaban calcinados, no veían nada. Sólo intentaba mover las extremidades atrapadas entre los escombros. Pero el superviviente no sintió ninguna compasión. Su miedo casi le había costado la vida a él. Y si todos los Astarsis hubieran muerto en aquella sala, ¿quién se habría encargado de movilizar a los que están repartidos por el resto del planeta?
El superviviente alzó sus garras y las hundió en la cara del cobarde, acabando así con su agonía. Luego, como debía recuperar fuerzas, lo devoró sin dejar ningún rastro del mismo. Por los restos de su otro compañero no debía preocuparse, si había liberado toda su energía antes de morir, su cuerpo se habría convertido en cenizas.
Por último abandonó el lugar. Los Ursakis debían morir, y él sabía cómo.
[Sí, pero nosotros no.]

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