12 abril 2011

Capítulo Dos (VIII)

[¿Cómo que a quién habrá matado? ¡Y mira que me sé yo! Sí, sí, paquete enviado. "Paquete explosivo", diría yo. Diego, no te conozco, pero te voy a convertir en mi enemigo mortal, a este paso.]

Él sólo tenía 18 años cuando ocurrió todo. Siempre le habían dicho que el primero sería difícil, pero no sabía cuánto. Nadie podía decirle cuánto.
Su objetivo era tan joven como él, o al menos lo aparentaba. Resultó insultantemente fácil acercarse, engañarlo y cogerlo a solas en unos lavabos de un lujoso restaurante. Desenfundó su arma y le apuntó directamente entre los ojos, pero se separó un metro para que la sangre no le salpicara directamente a la cara.
El joven empezó a llorar y a suplicar mientras se dejaba caer de rodillas. Sabiendo lo fácil que resultaría matarlo, Álvaro relajó el brazo un instante, sin dejar de apuntarlo. Y entonces, sin previo aviso, se desató el infierno.
El inofensivo objetivo saltó como lo haría un tigre, con las garras por delante y abriendo la mandíbula más de lo natural en un ser humano. Sus ojos se habían tornado negros, como si fueran de obsidiana.
Álvaro erró su tiro y tuvo que esquivarlo. Las recién aparecidas garras del joven le desgarraron un costado, haciéndole sangrar. El combate duró dos minutos, hasta que Álvaro consiguió volarle el cerebro, pero antes le había tenido que disparar unas diez balas. Todas hacían cosquillas en el objetivo.
Así fue su primer asesinato. Difícil, sangriento, inesperado... de novato. El segundo asesinato fue fácil. No dejó que el objetivo le mirara a los ojos. Nunca más, se había dicho.

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